Una mañana fría de diciembre me levanté con una petición sobre el árbol prohibido. Solíamos jugar encima y dentro de los grandes jagüeyes cavernosos de la calle 13. Yo amaba los jagüeyes, pero tenía el anhelo de una pequeña conífera de hojas perennes repleta de perfectas esferas de vidrio soplado a todo color; espumillones, llanto de ángel, piñones, guirnaldas, luces, lazos, muérdago, bastoncitos de caramelo en listones rojos y blancos, campanas, lágrimas de cristal, palomas y una estrella de Belén; y a sus pies, amontonada sobre el piso de la sala, nieve de algodón sobre la que reposaran cuatro regalos con nombre propio, uno para cada uno de nosotros.
—Estás aburrida —sentenció mi madre, —por querer, yo quisiera verme linda recién levantada. Por querer… para qué hablar de eso, mejor ve a jugar como siempre, en un árbol de verdad.
Mi padre fue un entusiasta proveedor de soluciones suplentes a cualquier descabellado objeto de deseo. Esa mañana de diciembre propuso enseguida irnos al acuario. El acuario en diciembre no era el mismo, el espíritu era otro porque penetraba el mar, lo cual, solo en esa circunstancia, conspiraba a favor. Frente al día ceniciento y movido por las grandes olas, los colores del lecho oceánico fulguraban aún más, constreñidos entre el cemento y el cristal, peces, jardines acuáticos, algas, piedras, anémonas, corales y abanicos de mar, eran lo único que podía competir con toda la parafernalia navideña. Tomaba un helado de agua aunque fuera en un temblor, y mi padre unos ostiones con limón mientras nuestras miradas saltaban el muro que separaba el acuario de la costa salvaje.
Casi a la salida yo corría directamente hasta Silvia, la loba de mar que había llegado a bordo del Océano Pacífico, un barco de la Flota Cubana de Pesca en una de sus travesías desde los mares de Ciudad del Cabo. Silvia repartía besos con sus aletas y ayudaba espantar las penas. De todas partes llegaban niños con deseos descabellados que no se podían materializar, en guaguas para ver a Silvia. Una tarde coincidimos una niña y un niño de Nuevitas, un niño del Naranjal del Toa, un niño de Habana del Este y yo. Corrimos como locos alrededor de la piscina y Silvia sacaba la cabeza solo donde nos parábamos nosotros. En momentos diferentes la loba nos besó de golpe. Poco antes que montaran en las guaguas regresara a sus casas intercambiamos direcciones postales y juramos escribirnos. Así lo mantuvimos una vez al mes, y luego con los años, en julio y diciembre. El niño de Habana del Este y yo, al tener el acuario más cerca, copiábamos en puño y letra la descripción de alguna nueva especie que llegara al acuario para hacerla llegar a los otros tres. Todas las leyendas en las peceras comenzaban siempre con una pregunta:¿Qué ves aquí? Este pequeño gusano que ves se conoce Hermodice Carunculata. Esta especie de gusano poliqueto marino omnívoro pertenece a la familia Amphinomidae. Pueden llegar a alcanzar los 20 cm de longitud y su color varía del verde al rojo o café. Les gusta esconderse entre los recovecos de la roca viva o perderse entre las vastas praderas de Posidonia. A cambio recibía algún tesoro nacido en paisajes desconocidos para mí: vellón de ceiba madura, espina de ceiba joven, arena negra, la casa vacía de una polimita, un azahar prensado en un libro, la hoja de un árbol que el viento arrancó de un bosque primario en Picoteo de Capiro.
En 1989, dejé de ser puntillosa con lo de la navidad, la misa del gallo y los villancicos, disfrutaba de la cofradía de quienes como yo visitaban el acuario en frente frío como suplemento espiritual de los deseos imposibles. Ya conocía con detalle la geopolítica de las pocas golosinas y satisfacciones infantiles que iban quedando, las alteas del Parque Lenin, las africanas en el Acuario. Una noche sin más, mi madre accedió a levantar unas pocas ofrendas a Freyr, la deidad favorita de los elfos, con las bolas de cristal que dormían sobre un nido de algodón en una vieja caja de sombrero. Sobre la mesita de noche, en conspiración, de madrugada, bajo la firme promesa de no contarlo a nadie, mi madre levantó la rama seca con un bombillo parpadeante pintado de rojo. Hice un gran esfuerzo para guardar el secreto, únicamente compartido, en un telegrama -con la cofradía de los anhelos prohibidos que se ahogaban en los estanques del acuario- bajo el sello de lacre de un beso: «Árbol prohibido sobre mesita de noche».