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Allende el mar

En las noches del juicio televisado del General Ochoa yo tenía nueve años y mi hermana solo dos. Ella balbuceaba al lado mío en el piso mientras nos bañaba un chorro de plenilunio. Yo salía y entraba de lo oscuro y eso la hacía reír mucho.
—Lo van a fusilar -dijo mi padre desde la altura, nosotras solo veíamos sus piernas.

—Shshsh, mejor di cadalso —mi madre lo mandó a callar levantando a mi hermana del suelo y para dejarla caer en la cuna —la cosa está mala, ahora sí es de verdad —dijo cogiendo una bocanada de aire con los brazos apoyada en el barandal como si tomara todo el oxígeno de la habitación.

Cuando mi cabeza asomó a la habitación, ella con la mirada arremolinada como una ola en mi dirección, alertó a mi padre: —hay ropa tendida para que sepas.

—Y tú, punto en boca y a la cama y no te metas esta noche a la cuna de tu hermana que la vas a aplastar.

Nuestro salto de cama fue siempre la pantufla peludita de la propaganda. Una revista matutina televisada como un shot de maldiciones anunciaba con el gallo nuevas “propuestas” de ley, regulaciones, circulares. Si decían “a partir de ahora”, la gente sentía que se trataba de una nueva maldición. Así y todo las madres todavía repasaban a plancha las pañoletas isósceles rojas o azules y los niños sosteníamos en nuestras manos el café con leche caliente y una porción de pan de flauta con mantequilla.

Fue en 1986, que mi madre, harta de las maldiciones, giró el botón de volumen del Caribe TV hasta 0 y encendió la radio en un gesto de fé. Mi padre la caminaba cargada por toda la casa, a la radio, hasta que en un punto exacto entre la cocina y el patio, dos pasos más al centro y agachados, se producía el milagro de las ondas que nos adentraban en la frecuencia mundial. “¡Buenos días Cuba!”  —decían Cuba desde Cabo de San Antonio a Punta de Maisí y allende el mar. Cada día a partir de entonces abría así, en clave:

Aquí falta señores una voz.

Aquí falta señores una voz.

De ese sinsonte cubano,

De ese mártir hermano,

Que Martí se llamó, ay, se llamó.

Martí no debió de morir,

Ay, de morir.

Por ser el maestro y el guía.

Si Martí no hubiera muerto,

Otro gallo cantaría,

La patria se salvaría,

Y Cuba sería feliz.

Si Maceo volviera a vivir,

Y a su patria infeliz contemplara,

De seguro la vergüenza lo matara.

O el cubano se arreglara,

O él se volvería a morir.

Martí, no debió de morir, ay, de morir.

Urí, urí, urí, urí, urá.

 

Cuando ya iba de salida para la escuela, una voz femenina familiar iniciaba:

—escúchame como si estuviera en la sala de tu casa tomándonos un café.

A veces me quedaba un poco más y escuchaba a la Rutmini que nos situaba en tiempo astrológico, el tiempo de la magia. La Rutmini decía cosas como:

—Luna Llena en Cáncer. Sueña el futuro, suelta el pasado y aprovecha la herramienta que nos trae la intuición. Nada y recréate en esos universos acuáticos de las emociones, recién nacidos en la suavidad de la nueva luz lunar.

En la escuela titulé una composición “Cuba sería feliz con luna llena en Cáncer”, y en ella resucitaban algunos muertos que se volaban en ira e infelices volvían a morir. Mandaron a buscar a mis padres y se me dio un ultimátum para cambiar el curso de la redacción.

A mi amiga Mabel no la dejaron jugar conmigo en todo el verano, porque una mañana, su tío, entrenado en la escucha activa de los más bajos casi imperceptibles decibeles, descifró la clave de Cabrisas-Farach trinando en la ventana de mi casa.

—Papá, ¿qué es allende?

—Más allá, mi niña, allende es más allá.

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