Estoy en la semana 24 en consulta no prevista, la doctora me vio montando bicicleta y me citó para hoy. Quiere examinarme. Como siempre me hace pasar y emplaza el biombo verde quirúrgico casi transparente entre la cola de barbitúricos, antihipertensivos y analgésicos y yo. El mismo biombo que protegió de la vista a mi madre y a mis tías hace décadas. La doctora extiende la mano y sondea el útero bien adentro: —cuello abierto. Culpa a la bicicleta y me da una orden de ingreso donde describe con detalles las prosodias del primer y el segundo trimestre. Debo permanecer en el hogar materno el tercer trimestre completo.
—Tú firma aquí y recoge lo imprescindible, te vas hoy, ya tienen tu cama.
Regresando a casa recojo tres bártulos y mi piedrecita del Cobre. Me despido de mi madre, de mi padre que está muy enfermo y de mi hermana de 13 años que llora cuando bajo la escalera.
Dos podas sinópticas al unísono, fin de la adolescencia, maternidad primeriza, extremidades dispares, el punto de velocidad máxima de crecimiento converge con la altura uterina. Mientras un jardinero poda el hemisferio derecho e mi cerebro, una jardinera poda el izquierdo, desenchufando neuronas distraídas, desconectando el plus de las de poca actividad reciente, encontrándose a ratos en la cisura sagital profunda entre ambos hemisferios sobre un pliegue de la duramadre, tomando agua en porrón en el cañaveral de mi cerebro, ambos empapados en la sustancia blanca de mis pensamientos más aterradores: su nacimiento y la muerte de mi padre.
Mientras la gran poda neuronal tiene lugar, una no se ríe a carcajadas asfixiantes con los amigos que no han parido, no se hace esto ni aquello, no se come ají picante, no se monta bicicleta. Se espera la matrescencia sentada en un balance; cric, crac, o acostada del lado derecho.
El lugar que enclaustra a las embarazadas bajo estricta vigilancia, médica, fue el hogar de una cubana y su esposo un italiano de la costa de Positano. El chofer de la ambulancia vino contándonos todo sobre la pareja en el camino. Los Suárez Barile se casaron a principios de los 90 en La Maison, la casa de moda de Miramar. En descapotable salieron a su fiesta celebrando su amor entre jolgorio de cláxones polirrítmicos que los acompañaron por la séptima avenida hasta internarse en Buenavista. Ya en casa los vecinos los esperaban en el parque de enfrente con puñaditos de arroz. La fiesta aguantó hasta el amanecer. Con los años, la pareja concibió la casa como un hostal, 11 habitaciones con sus baños, y construyeron un apartamento pequeño en la azotea, donde vivir y vigilar de cerca su negocio. Agregaron un ranchón con pool y un bar con una exclusiva colección de limoncellos. Cuenta el chofer que en el recibidor la Caridad compartía altar con la virgen de Positano. No era una virgen cualquiera esa —hace una pausa larga— parecía sudar. La casa la decomisaron a los Suárez Barile hace ya dos años. La ambulancia se detiene frente al lugar.—La pareja nunca pudo tener hijos. Me ayuda a bajar y se despide —cuídate mucho.
No es un hospital, aunque se hacen muchos de los mismos procedimientos parece un poco más amigable. La apariencia merengada de las paredes acoge como si pudieran atravesarse y dentro fuera puro algodón tibio. En la entrada me siento bajo los dos nichos vacíos de las dos vírgenes. La doctora a cargo viene a conocerme y me hace pasar a su consulta, Me tranquiliza su nombre, Rosa, como mi madre. Es una mujer serena y elegante, voz gruesa y limpia. Como Agnódice parece levantar su túnica solo para decir —Tranquila. Una obstetra se asoma a sí misma en el cuerpo que explora. Con lámpara incandescente encuentra un espejo al fondo del útero. Me abraza y pregunta si estoy en el Pre.
—No, tengo 21 años, estoy en la universidad.
—Entonces compartimos la misma edad de madre primeriza. Sonríe. Me abraza.