Todavía a los 10 años nuestra gloria fue vivir a unas cuadras de la Fábrica de Gelatinas. Fragancias technicolor emergieron de sus calderas por unos años, algo de felicidad, algo de Oz, algo de brujas, hasta que un día cerró para siempre.
Mi abuela hizo todo para arrancar de raíz aquel recuerdo con ejemplares únicos de su repostería criolla. Me consolaba diciendo que la gelatina era incolora, translúcida, quebradiza e insípida, un alimento tembloroso, efectista, únicamente logrado sobre la base de colores, olores y sabores falsos, que no era otra cosa que un mejunje de tejido conectivo extraído de animales sacrificados; mientras volteaba en un plato verde Duralex lo que para ella era un verdadero postre: el flan de calabaza. Gradualmente fui cediendo y dejé de ansiar las gemas cristalinas nacidas de la alquimia de contrastes del agua hirviente y el agua helada.
Me entregué al éxtasis de sus dulces: arroz con leche, buñuelos de Pascua, buñuelos de viento, casquitos de naranja, de toronja, de guayaba, la ciruela confitada y la confitura de mandarina, el coco en almíbar, dulce de guanábana tierna, dulce de leche, helado de mango “amor eterno”, tocinillo del cielo, turrón de yemas misteriosas, boniatillos, la natilla cubana y la versión catalana con caramelo y merengue, los flanes, el pudín de pan y pasas, y las mermeladas de mango, guayaba o tamarindo, entre otros que resultaban de peculiares combinaciones que salían siempre airosas.
Cuando ya hube vencido el duelo, esta repostería también se convirtió en algo sofisticado y exclusivo, y gradualmente fue disminuyendo hasta quedarnos con dos postres, repetidos y con muy poca frecuencia. A veces una mermelada, a veces una natilla, a veces un fin de año: flan de calabaza. Sin quererlo, estos dulces directos, artesanales, ancestrales, adoptaron las características de la gelatina, reinventados sobre la base de colores, olores y sabores falsos, insípidos, incoloros. Mi abuela salió vencida de la batalla contra la precariedad, y trató de mantener el flan de calabaza intocable entre su camada de postres. Trató hasta el final de no adulterar nada de sus ingredientes, de no falsear el amarillo, y encontrar siempre una calabaza digna de ofrenda: redonda, tersa, dulce.
Un verano la madre de una amiga que trabajaba en un hotel nos prometió hacernos de vez en cuando una gelatina. Ese julio y agosto en su casa todo olió a gelatina, el pan, el agua, los platanitos del refrigerador, los pañuelos, las sábanas. La fresa sintética ejerció un efecto homeopático sobre todo y suministró las endorfinas necesarias para dar un último estirón a nuestros huesos. Cada día de ese verano cuando la tuve en mis manos la saboreé como la última vez. De tripas corazón, del tuétano gelatina, un chino cayó en un pozo, componte niña, componte, ahí viene tu marinero; así fuimos creciendo.