En nuestras discusiones intrafamiliares se disputaba el frío lejano entre dos récords de temperatura: Vladivostok y Nueva York. La guerra fría llamaba mi padre a este enfrentamiento que empezaba con el clima y terminaba por destapar fístulas dolorosas a flor de la piel de gallina de nosotros los friolentos. Mis tíos decían que cuando el frío calaba filoso, Vodka, Borsh, y orejas de oso. Mi abuela decía que en Nueva York el frío no calaba, el frío se instalaba, y había que ofrecerle chocolate caliente, esponjoso bagel, misa góspel dominical, café en un café con encanto y lo mejor era quedarse quieto como un pollito recién nacido bajo tibia luz amarilla. Mis tíos se fueron a Vladivostok, a estudiar, a sus 19 años. Mi abuela vivió por 11 meses en Nueva York, bajo el agasajo de su tía materna, a sus 24 años por única vez en su vida en 1946. Ni mis tíos ni mi abuela volvieron a usar sus abrigos ni volvieron a cruzar el Atlántico más que en las discusiones de mantener la ilusión de visitar alguna vez, por segunda vez, el invierno.
Los unos guardaban entizados en nylons: colchas, frazadas, cuellos polares, prendas hidrófobas, térmicos, ruidosas centelleantes cargas de estática que atraían el polvo, vellón. Ella atesoraba una piel de visón entre dos batas de casa y el ajuar utilitario que la sobrevivió.
–¡Ácaros! –decía mi abuela – ¡Esos abrigos que jamás volverán a usar!
–¡Ilusa que eres! –decía mi tía mostrando la piel despedazarse bajo el sopor diario.
Cada quien mantenía su preciada colección invernal haciendo trabajo de campo una vez al año. El acto de desempacar los abrigos moscovitas despertaba los bronquios aletargados con sus respectivas sensibilidades, agüita por la nariz, ojos rojos, asma, esferitas lanudas dispersas en el aire que simulaban copos y se prendían a cualquier cosa rodando calle abajo. Las piezas transiberianas se exorcizaban a batazos de madera entre dos tendederas a diez manos de primos.
Con la piel era diferente ya que requería otros acicalamientos específicos desglosados en una leyenda inexplicable y borrosa que no estaba pensada para sobrevivir a la humedad de un escaparate tropical. Resucitaba bajo soplos de alcanfor, talco Bebito, un gramo de vetiver, bicarbonato de sodio, arroz salpicado por las manos finas y largas de mi abuela y el ventilador fijo. Después había que peinar la piel, despojarla con verbena, orearla, acariciarla, hablarle, nutrirla de sol en la tendedera antes de las 10:00 de la mañana y colgarla de regreso a su perchero, algo aliviada de su ictericia, para intentar retrasar su inminente segundo deceso.
A la edad de 11 años enfrenté por primera vez, sola, el subestimado invierno isleño. La ventisca sostenida de un temporal con nombre de mujer impactó sobre mi huesuda complexión encorsetada en un abrigo de cuatro tallas menos sin el colecho de los frentes fríos entre mi madre, mi padre y mi hermana. Ese febrero el espíritu gélido penetró cada ventana raída, dintel flojo, tabla confiada, teja temblorosa, yagüa, grieta, fisura, rajadura; enfrió cada hierro, viga, verja, andamio, candado, cabilla, clavo; despegó cada junta, masilla; congeló cada bache, mesa, adobe, rosetón, puerta arrugada; ralentizó ascensores y carretas; sobrecargó cada apuntalamiento; rajó cristales a un tajo, dolió en dientes y muelas, tibias, caderas, sienes. Margaret desolló nuestros cueros cansados malacostumbrados a una sola franja climática, heló las lágrimas que, como Deméter, estaban derramando nuestras madres y nuestros padres, y todos los nuestros juntos. En el campamento agrícola Nueva Europa, en Alquízar, una tisana de hierbas caprichosas aledañas al lugar y endulzada hasta lo viscoso, fue lo único que alivió a 300 niños tullidos de frío. En una visita no permitida mi abuela llegó sobre la cama de un camión corriendo a socorrerme con los restos del visón, cuando en portada de prensa anunciado leyó «Frente frío Margaret azota a Occidente del país”. Abrazada al animal dormí las noches restantes en lo que Margaret entró, se estacionó y luego salió rumbo al Golfo de México.
En uno de los golpes más bajos del calor y del gobierno mi abuela guardó, paranoica y aterrorizada, los restos de la piel en el congelador. Muchos años después de su muerte volví a encontrar el amasijo de pelaje en tonos caramelos escarchada en una jabita en su congelador, la piel que una vez en vida corrió libre las márgenes de los ríos en las grandes llanuras del hemisferio boreal. La piel -cazada, remojada, piquelada, curtida- que abrigó su piel -luego cazada, remojada, piquelada, curtida- cuando ella una vez sintió furibunda libertad.