Nos bajamos en Avenida 31 con la calle 84, una de las visitas por consulta al hospital. Primera parada: Laboratorio. Segunda parada: Ginecología. Tercera Parada: Ultrasonido.
A mi lado en la cola de Ultrasonido, una anciana con temblores teje una pieza de bebé en estambre celeste, una botica como mundo diminuto tricotado. Detrás de cualquier cosa nace ahora una señal, debo preparar la canastilla. Lo toco y lo siento. El estambre anuncia la matrescencia y las noches sin dormir, anuncia el deseo urgente de verle. Siempre hay estambre al nacer aunque sea verano. A veces son solo los zapaticos. La abuela espera a su bisnieta de 17 años que está embarazada. Las remiten al Hospital Pediátrico que está cruzando la calle. En la cola alguien dice que los hijos varones se parecen más a sus madres, lo que sería la manifestación visible del genotipo. ¿A quién se parecerá mi hijo? No ando sola, conmigo vienen otras cuatro mujeres del Hogar, y solo una de ellas es experta en el arte del alumbramiento. La abuela se despide y me regala las boticas que recién terminó. Pregunta por qué estamos todas uniformadas así, por qué vamos vestidas igual y llevamos expedientes en las manos, enfiladas, al mando de una persona. Le cuento que somos embarazadas con alto riesgo y que estamos internas en un lugar con médicos y enfermeras que se le llama hogar materno.
Las mujeres que limpian el hospital están presas de verdad. Las traen en guaguas al amanecer, todas esposadas, todas muy bien arregladas, recién quitados sus torniquetes de toda la noche y de uñas carmín reconstruidas con acrílico. Cuando se inclinan para exprimir la frazada dentro del cubo de agua sus espaldas bajan rectas y fuertes y de la misma manera se yerguen y rocían un aromatizante en todos los rincones necrosados del hospital. Mientras limpian, solo se detienen cuando una de nosotras pasa por el trillo y nos dan la mano para no resbalar y nos piden tocar la barriga para sentirla. Al final de la mañana cuando nos vamos nos despedimos todas como si hubiésemos convivido tanto tiempo. Una de ellas me pide traerle una caja de cigarros a la próxima consulta. Nos perdemos en el recorrido que hacen las trompas de Falopio por entre los rótulos colgajos oxidados de Rayos X, Nutrición, Laboratorio y Servicio de Lavandería, zambullidas en el olor de la sangre derramada sobre el cartucho en la camilla, sobre otra sangre, sobre otra, sobre otra. Doblamos en el vestíbulo sobre la curvatura de los ovarios, donde ya no puedo verlas.
En la ecografía morfológica, el doctor de turno dicta las medidas de mi bebé. Todo es muy abstracto en solo dos dimensiones. Le pido repetir las dimensiones para apuntarlas en mi libreta:
Cabeza: 3,8 cm.
Longitud cráneo-sacra: 2,3 cm.
Húmero: 1,5 cm.
Fémur: 1,7 cm.
Distancia entre sus dos orejas: 0,4 cm.
De la coronilla al cóccix cubierto de lanugo: 9 cm.
Su longitud es casi siete veces mayor que la longitud de su fémur, es mejor multiplicar porque está tan acurrucado que no es posible medir a lo largo. No se miden ni cuantifican sus bostezos, succiones, sonrisas, parpadeos. Su peso es igual a la distancia entre sus dos orejas en relación con su circunferencia abdominal. Está todo envuelto en un manto de carne y hueso, 36 nuevos huesos protegidos por mis 206 huesos. 639 músculos, 2 riñones, 24 costillas, 4 cámaras de corazón, solo para él. Una aorta y 33 vértebras, solo para él. 25 huesos del pecho solo para él. Los 72 músculos de mis brazos solo para él. El diminuto estribo de mi oído medio y mi plasma, solo para él. Todo, él y yo, dentro de mi piel, solo para él. Yo, en diástasis total, solo para él.