En el salón de este hermoso hogar, escuché otra vez este sábado, como casi siempre en el fin de junio de los últimos años, el fado más bello. Para mí ya se hizo tradición que este fado cierre la primavera y abra el verano como mismo lo anuncia, extraño y vivo, como los geminianos, curiosos y cálidos anfitriones. Tres veces consecutivas ahora mejor entrenada en las estaciones soy como el animal que se deja ver porque algo ya cambió en el ambiente, un ser que sale de la tierra o se tira de un árbol, que zumba y se estrella contra el cristal de la ventana o cae como plaga sobre la ciudad o sobre la fruta madura en Fahrenheits. Una semana antes del verano comienzo a extrañar el mar, como quien tiene una vida secreta que de repente sale a la luz y se hace obvia. Como si mi cuerpo activara la memoria más recóndita en los cerebros ciclotímicos de mis células. Como si hubiera nacido con una cantidad de mar determinada como óvulos de sal que lleguen a ser fecundados o no. Como si fuera mediodía y mi hermana y yo somos dos esqueletos felices flotando en la costa de 70 bajo el mismo sol que nos abrasa junto a nuestros padres, muy vivos, que arden sobre un lecho de concreto en el diente de perro. Como si corriera en Boca Ciega, en Puerto Escondido o en Peñas Altas. Como si estuviera parada frente al cristal en el túnel azul donde el buzo besa a la morena. Como si estuviera a punto de saltar del muelle desde donde mi hijo mayor -geminiano- y yo, nos lanzábamos hambrientos al mar de la tarde en el año 2005.
Este verano, probablemente me pare frente a ese mar. Y si llegara a ir, y si llegara a verlo, y si llegara a tocarlo y si llegara a hundirme conscientemente en él, sintiéndolo completamente, despierta, será por una triste noticia que no quiero llegar a escuchar. Fado es destino, me ha dicho Miguel.