Yo siempre quise ser externa. Los externos tenían un pie dentro y otro fuera de la escuela. En la mañana temprano las madres de los externos se quedaban mirando el matutino como si lo disfrutaran, aplaudían a sus hijos con orgullo y sin apuro. A eso de las 10 de la mañana todavía deambulaban por los pasillos siempre de buena gana. Si te encontraban fuera del aula te barrían la cabeza con la mano o te pellizcaban un mejilla y te preguntaban por tu mamá, aunque conocían la respuesta: ―trabajando. Al mediodía, los externos salían de la mano de mamá a almorzar en casa, unos frijoles negros dormidos o un puré de malanga de la abuela. A la tarde, o no regresaban, o regresaban recién lavados, recién peinados, recién planchados, todos recuperados y rociados en agua de violetas, como si el día acabara de comenzar para ellos.
Nosotros los seminternados, a esa altura del día olíamos a grafito y creolina, y a veces no habíamos almorzado todavía hasta que se nos llamaba a almorzar golpe de cuchara contra la bandeja metálica. Éramos la secuela directa de la madre trabajadora que había suprimido a conciencia la amígdala para poder cumplir extenuantes jornadas laborales sin quejarse o desear, mientras a diario siempre se reportaban en las enfermerías de las escuelas: fiebre emocional. Durante la ausencia de los externos a los seminternados se nos empleaba en cualquier cosa: recoger las sobras para la cría de animales del director, hacer algún mandado a la maestra guía, escribir el discurso del Beso de la Patria para otros, hacer »guardia vieja», copiar efemérides que celebraban muertes y nacimientos, dar un masaje capilar o podal a la auxiliar pedagógica. Si te negabas entonces debías bajar la cabeza y no hablar durante ese par de horas. A veces me negaba a la primera y me negaba a la segunda, y terminaba en una esquina mirando a la pared toda la tarde. Una vez me negué tanto que seguí protestando de cara a la pared y entonces se me castigó rente a la Ceiba al centro del patio. Así estuvimos la Ceiba y yo mirándonos fijamente por dos horas. la Ceiba tenía varios ojos enormes que miraban en distintas direcciones, nunca juntos.
Los seminternados sí conocíamos la parte más oscura de la escuela, cada recoveco, hueco, puerta secreta, y personas desconocidas para el resto, que entraban al mediodía. A eso de las 3 de la tarde cuando todos dormíamos sobre la armazón de palos y lona del catre, se colaba el diablo allí. La Ceiba sabía, la Ceiba miraba. Luego de la siesta nos repartían naranjas. Yo encajaba el diente sobre la piel y el limonelo pulverizado me aguaba los ojos. Todos masticábamos ensimismados los hollejos hasta hacerlos tragar con los nudos en la garganta. Ya para cuando nos ofrecían la segunda naranja a los seminternados, íbamos quedando menos por recoger. Esos pocos nos enganchábamos a la cerca peerless que se abombaba hacia afuera y escuchábamos pedazos de conversaciones que tenían lugar en la acera. La tercera naranja llegaba a los gorriones en pajarera casi al oscurecer. Por suerte yo nunca llegué a la tercera o la cuarta naranja.
―Niña, no llores, ya deben estar al recogerte. Tus padres deben estar saliendo del trabajo.
A la profesora Ana, profesora de mis padres en la universidad, notable pedagoga devenida familiar del corazón, le había escuchado decir que si un niño necesitaba una naranja, se le debía ofrecer justamente eso: una naranja, nunca un naranjo, y mucho menos una mandarina o una guayaba.
Todo cambió con el nacimiento de mi hermana. La casa se convirtió en un nido almidonado y tibio en el que todo olía a bebé. Mi madre dejó de ir al trabajo y me sacó, por fin, de externa. Por la mañana me hacía trenzas y peinados diferentes, me tomaba el desayuno sin apuros, y se quedaba hasta el final del matutino con mi hermana en su coche. Lugo al mediodía regresaba a recogerme para almorzar y dormir la siesta juntas las tres. Mi hermana en su cuna, ella y yo abrazadas en mi cama. A veces no tenía que regresar a la escuela en la tarde y era tal mi felicidad que en secreto deseaba que mi hermana fuera bebé por siempre. Cada día fue una proyección de los cuidados que tuve cuando fui una bebé. Descubrí cosas nuevas en la casa, objetos, detalles, rituales, silencios, olores. Dejé de ser una seminternada y descubrí la felicidad de los verdaderos tiempos libres. Descubrí la forma en que fui maternada. Me hice preguntas acordes a la novedad que experimentaba. ¿Estoy dejando de aprender o estoy aprendiendo más? ¿Puede uno desaprender? ¿Esto es para siempre? A los 45 días exactamente, cuando me encontraba en la cúspide de mi gran disfrute existencial como hija y hermana, mi madre retornó a trabajar, mi hermana se fue a un corral gigante en una sala del círculo infantil y yo volví a ser una seminternada más que se enganchaba en al cerca a pelar su naranja.
La noche anterior a su regreso al trabajo, mi madre dejó una postal debajo de mi almohada con una nota grande de amor donde me explicaba con detalles, en la voz de una mujer de Ghana -que cargaba una enorme cesta de cítricos sobre su cabeza mientras atado a ella por un fular su bebé dormía- por qué debía volver al trabajo. De cierta manera sus palabras me aliviaron, pero la imagen resonaba de otra manera en mi cabeza, porque eso era justo lo que yo quería: un fular que me atase a mi madre.