«¿Terminaré alguna vez de caer?»
-Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas.
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Esta mañana desperté con la llamada de una entrañable amiga desde la Patagonia. Hace un rato ya acordamos llamarnos de un tirón. Millennials… no hay que avisar para llamar. Si no podemos atender en el momento, bueno, pues no pasa nada, probamos más tarde y ya. Rompimos el silencio con los síntomas de estos días, los nuestros y los del mundo. Espiralamos hasta tocar fondo en la pureza de la amistad de los 20 años, la pureza del amor de los 20 años, lo único que puede verse en las pocas fotografías que tenemos de los 2000, todo lo cool que pudimos ser en dictadura. Nos enroscamos allí donde todo tuvo su propio voltaje de colores vibrantes. Las imágenes no dejan ver los hilos que halaron las marionetas que fuimos de las historias de vida de nuestros padres, de nuestras genealogías paternalistas y sus reproducciones traumáticas bien engrasadas. Dentro de toda aquella magia, todos estábamos ya tomando decisiones a la ligera, como si una decisión comenzara y terminara allí en ese segundo, como si tuviera caducidad. Una decisión es un tejido a mano. Y sí, el mundo es siempre un mejor o peor lugar por lo que tejes, qué patrón vas a replicar o vas a hacer nacer. ¿Hacia donde van tus hilos? ¿Tejes a dos agujas o a ganchillo? Tejer es también espiralar, crear bucles y crear bucles sobre otros bucles. Decidir es también espiralar dentro de nuestros valores, creencias, experiencias previas, información en datos imprecisos o no, relevantes o no, presiones externas sociales, económicas y políticas, urgencia de la decisión, contexto. Y sí, amiga, después de cada caída, rodar por las escaleras parece algo sin importancia, porque la escalera tiene un final, hasta que de pronto, caminas otra vez y una madriguera se abre a tus pies y vuelves a caer y te haces la misma pregunta. Y te preparas para un tigre pero es el mismo conejo que vuelve una y otra vez para espiralar en los círculos del ánimo.