Tengo un cinturón maya como una milpa de muchos rojos. No lo compré, fue un obsequio que tiene nueve años, 108 ciclos menstruales. Tomábamos mezcales y era ya la madrugada. Ella había vestido el cinturón toda la noche desde la tarde. Era la primera vez que yo estaba en ese lugar de piedra y agave, de agave y cal, de cal y paja, de paja y fuego, de fuego y agua. Antes de despedirse, abrió su cintura y puso el cinturón ovillado entre mis manos. Yo estaba muy triste entonces, solo atiné a guardarlo, así, ovillado. Una mañana al año siguiente desperté pensando en el cinturón. Lo desplegué sobre mi cama, y luego sobre mi cuerpo. No tiene un broche, no ciñe, no aguanta, no aprieta. Sus botones blandos de esferas tupidas de cuyuscate abren y cierran sin la menor resistencia. Sus rojos son las sangres del achiote y el nopal. Lo hice mi Kestos Himas. De él no cuelga una espada; cuelga una herida bordada que se descose en la danza, cae y se recompone para doler nuevamente, para sangrar nuevamente desde adentro. Puede ser un paracaídas, una venda, un lenguaje, una manta, una columna vertebral, una herencia, un mapa, una voz amarrada, un enlace. No sigue un patrón predecible. Su mayor obstáculo para ser todo lo que es, es la apariencia. Cuando me vaya, se irán conmigo mis historias, mis dolores, mis secretos; quizás ya a nadie importen. Se desprenderán de él, se evaporarán, lo abandonarán. Quedará solo, como nuevo, intacto, un residuo de hilos rojos, inerte. Gracias Ixchel, por la sangre.