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Hija del Pirata Rey

A los nueve anos estuve varios meses sin zapatos. Una solución provisional fueron unos tenis que aparecieron de mano de un amigo de mi padre que era marino mercante y nos cedió un par que se le habían quedado a su hijo adolescente. Ese día cuando entré al aula, el grupo se dividió claramente, los que tenían zapatos y los que no tenían o usaban unos suplentes hasta que sus padres fueran capaces de comprarlos en dólares. Llegaba de la escuela y me quejaba de los zapatos grandes y el terrible día que había sido, y m mi padre volvía a decirme lo de la guerra. En el momento comprendía lo que me decía, pero a la mañana siguiente lo poni3a en duda otra vez.

Acuérdate de lo que hablamos, en plena guerra, ¿qué importan los zapatos? Hay que sobrevivir, ser fuerte, a la escuela no se va a lucir, se va a estudiar. Eso es lo tuyo ahora, estudiar. Ya tendrás zapatos.

Yo suponía que en la guerra de todas formas sí necesitaría zapatos que me sirvieran para correr o esconderme, como mismo en la escuela, para poder hacer la Educación Física, para caminar del aula al receso, para llegar, para irme a casa a la hora de salida.

Durante la semana mi padre y yo dejamos de hablar del tema. Una noche sin luz llegó a casa del trabajo y no habló, sacó de su portafolios un libro envuelto de exquisito olor, y haciendo reverencia ante mi tristeza lo puso entre mis manos y mis manos dentro de las suyas. Con la niebla del quinqué leí su dedicatoria para mí: »la historia de una niña dotada de una gran fuerza que también usa zapatos grandes».

Como no podía hacer la Educación Física tenía permiso para usar ese tiempo libre. Me iba directo al árbol de Güira, me acomodaba a conciencia sobre una rama y dejaba a las cotorritas recorrerme completamente mientras devoraba las increíbles aventuras de Pippilotta Viktualia Rullgardina Krusmynta Efraimsdotter Långstrump, Pipa Mediaslargas, que como yo, pasaba miles de vicisitudes dominando sus enormes zapatos.

Para cuando ya caminaba hacia atrás como si nada, dormía con los pies sobre la almohada, me tiraba un barreño de agua encima cuando me daba la gana, me creía la hija de del mismísimo pirata rey, vivía en Villa Kunterbunt al borde la ciudad sin nombre, y poco me importaban ya los tropezones y las caídas en público; aparecieron unos tenis para mí y volví a la Educación Física. Mildred también consiguió zapatos y regresó a clases. Las dos nos pusimos tan contentas que decidimos ser amigas por siempre, en las malas y en las malas.

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