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Conversaciones con la bibliotecaria del Materno

Podría contarte un poco de antes, de cuando alguien me dijo que este hospital no tenía historia y que era solo borrón y cuenta nueva a partir del 59. Contarte de las leyendas, los espíritus, las crías de faisanes en el sótano para alimentar a las parturientas, historias que contaban los trabajadores de más antigüedad. Describirte algo que pareciera banal como la vajilla, los vasos tallados, las tazas para el café con leche, los cubiertos, los manteles blancos, todo con su logotipo, rotulados en blanco con listas azules: una M y una O. Quizás empezar con algún recuerdo de los más lindos como las competencias de natación a las que asistíamos anualmente con nuestro atleta favorito por años, un cocinero del hospital que nadaba como tritón; por ahí anda su foto, a un lado el fotógrafo del hospital y al otro, yo, la bibliotecaria, entusiastas hasta la médula. Sí, lo mío eran los libros, pero mi sentido de pertenencia a aquel lugar me hizo sentirme parte de cada poro de esa piedra. Comencemos mejor por el principio de mi tiempo allí: el nombre del hospital y su demonización, el cambio. Este hospital tenía un nombre muy propicio, pero nada, a inicios de los 60 alguien decidió que no debía llamarse más Maternidad Obrera, y le colocaron el Eusebio Hernández.  Yo viví Maternidad Obrera a tope, allí crecí, amé, lloré, di a luz, fui la mujer más feliz del mundo. A veces fui la más infeliz también.

La biblioteca era un lugar habitual, cuando no eran los estudiantes, eran los docentes, siempre estaba llena. Era un lugar muy acogedor, luces bajas y señalizadas en cada mesa, un ambiente sereno, un oasis dentro del caos que conlleva traer vidas la mundo. Siempre había un corre corre por el pasillo desde el Cuerpo de Guardia a Partos o a Cesárea, o bien muy temprano o muy tarde los recién nacidos que lloraban a coro, y alguna enfermera bajaba agotada en momentos de paz por una tacita de café y entonces contaba alguna novedad. La biblioteca nunca estuvo ajena a lo que acontecía en el hospital. No se ejecutaba allí nada más que lecturas, teorías, estudios, ciencia, pero era un lugar nuclear, eso sí, allí tenía lugar la cristalización del conocimiento.

Se puede decir que en el hospital hubo una especie de movimiento literario, algunos médicos escribieron como aficionados, y por ello surgió la idea de un boletín. La escultura de la madre de Teodoro Ramos Blanco sobre la fachada del hospital era la portada del boletín. Esta publicación tan linda netamente cultural debe su creación y mantenimiento a la secretaria del director, una mujer muy culta, taquígrafa, bilingüe y poeta ella misma. Siempre se reservaba la última página para la poesía, casi siempre poetas árabes de su elección. Todavía hoy recuerdo fragmentos de versos que ella escribió por la muerte de un bebé o de una madre. Me hacía llorar. Hace poco yo llamé al hospital preguntando por los boletines y nada de eso existe. Se perdió todo. Así de simple. Eso también me hace llorar a cada rato. Vivo en duelo por todo lo que se ha perdido. Tampoco quedaron ejemplares de la revista. La revista era diferente, una publicación científica de la cual estuvimos muy orgullosos. Con la revista ya eran dos publicaciones que salían, mensual una y bimestral la otra. La revista salía en papel cromo y se canjeaba por revistas extranjeras de igual calibre. Eran extensos y rigurosos compendios de publicaciones de nuestros obstetras, profesores y algunos estudiantes de especialidad muy avanzados. Se presentaban casos de gran relevancia para la ginecobstetricia, muchos seguidos de cerca en nuestras salas. Yo cuidé esos ejemplares como bebés en sala de Neonatología. Un día accedí a prestarlas para un evento de esos que inventaban poco antes de jubilarme y que nunca traían nada bueno, y nada, se perdieron muchas. Tuve que resignarme a esta pérdida también. 

Otra pérdida muy grande fueron los libros de parto. ¿Parece increíble, verdad? Tuve los libros de parto por muchos años conmigo en la biblioteca. Un día me percaté que se estaban destruyendo por sus años. Poco a poco los traje a mi casa y los fui restaurando. Estos libros registraban los récords de nacimientos, aparecían detalles del nacimiento como el día en que la madre ingresó, cómo fue el parto, equipo médico y personal de enfermería a cargo, procedimientos, eran bien descriptivos, registraban mucha información. Después sucedió que venía mucha gente curiosa preguntando por información de los libros, por una cuestión o por otra como yo no disponía de tanto tiempo para contestar todas aquellas preguntas, los entregué confiada en que los cuidarían. Sé de buena tinta que ya no están allí, no sobrevivieron a la hecatombe. ¿Cómo ocurrió? No sé, no tengo idea. ¿Quién puede menospreciar un libro sobre el nacimiento, sobre la vida? No lo sé. También se perdió una caja con fotografías sueltas muy importantes, momentos únicos que registramos el fotógrafo del hospital y yo.

Uno de los momentos más sensibles para mí, fue una ocasión en que se me llamó a contar por la pérdida de un libro muy importante. Este desapareció de la biblioteca en condiciones muy extrañas para los demás, pero yo sabía lo que había sucedido y defendí mi postura. En cierto momento un médico donó al hospital este libro de cirugía obstétrica impreso en Inglaterra, te puedes imaginar que impresión aquella, imágenes a todo color, hermosísimas. Bueno, los estudiantes estaban que no daban abasto con el ejemplar porque era uno solo. Un día el mismo doctor lo sacó en préstamo para un colega suyo de otro hospital. Pasaron semanas y el libro no retornó a la biblioteca. Sucedió que me responsabilizó a mí por la pérdida del libro. Esto me afectó y me marcó tanto que encontrar el mismo libro se volvió una fijación, una obsesión para mí, porque ser bibliotecaria no era mi trabajo, a ver si se comprende, ser bibliotecaria era mi vida. Cuidé esos libros como hijos, no permitiría que nada malo les sucediera a ninguno. La biblioteca y yo éramos una familia bien llevada. Bueno, un buen día recibo llamada de mi hermana, ya entonces ella llevaba años viviendo en Nueva York. En plenos años 90, hablábamos un mes sí y un mes no. Bueno, con ella llegó la solución. ¡Ay, se me abrió el cielo! Qué pienso yo, muerto el perro… El libro salió bien enguacalado de Manhattan a Miami, y de Miami a la Habana. La espera se hizo eterna de ambas partes. Yo no quería decir nada hasta tener el libro en mis manos y poder colocarlo en la biblioteca. Bueno, no hizo ma2s que tocar suelo cubano, lo devuelven a Miami. No le permitieron la entrada al país. Entré en una crisis emocional muy fuerte, como habiendo una solución, me sentía una completa inútil. Me decidí entonces a escribirle personalmente al director del hospital Mont Sinaí, que era amigo del yerno de mi hermana, que por favor mediara para lograr entrar el libro al país. Aquel señor que estaría muy ocupado en asuntos de verdadera importancia, me hizo el gran favor de mandar el libro una segunda vez, de institución a institución. En su segundo intento de entrada a la isla, el libro es interceptado y enviado al Ministerio de Salud Pública. ¿Para qué la historia más larga? Fui citada al Ministerio más de un año después, cuando alguien vio el libro y quiso sacarlo de una caja o del fondo de un closet y ya yo me había dado por vencida. En la cita se me cuestionó sobre este asunto y otras cosas que prefiero no mencionar ahora. Medio feliz y muy agotada, una mañana de lunes que nunca olvidaré, coloqué el libro en la biblioteca. Un mediodía estoy yo tomando un cafecito  con la Jefa de Enfermería y llega el doctor y me dice que el libro perdido sí lo había sacado él, que lo había olvidado y que su amigo lo había devuelto hacía unos días. Sin más lo dejó sobre la mesa, dio media vuelta y se fue. Recuerdo que pensé: ojalá lo parta un rayo por todo lo que me ha hecho pasar este hombre, pero nada, al final pensé como bibliotecaria: ahora teníamos dos hermosos volúmenes de cirugía obstétrica.

Tuve ideas que no se concretaron, como una vez que quise tomar una foto del hospital desde el aire. Fue un proyecto que comenté con mucha gente porque estaba buscando la manera de realizarlo. Pensaba que esa imagen debía constar en la pared de la biblioteca, o en cualquier otra del hospital porque era una idea bella que haya sido concebido en su forma como el sistema reproductor femenino. A través de una paciente logré conseguir cita con un cartógrafo, me presenté en su oficina el día acordado; un militar. Nos presentamos debidamente y sin tomar un segundo a escucharme porque ya se había dado por enterado de mi objetivo, me dice: ¿usted cree de verdad que yo voy a coger un helicóptero para hacerle una foto a un hospital materno porque tiene la forma de un útero? Di media vuelta y salí corriendo de aquel lugar. Atravesé el cementerio y de repente, no sé, me sentí tan solo feliz de estar viva. Muchos años después, ya estaba retirada, mi nieto me visitó de Estados Unidos y me trajo una imagen satelital del hospital. Ahí está sostenida con mucho orgullo en la pared de mi recibidor. Fíjate bien, los ovarios, las trompas, el útero, ahí están.

¿El carrito? ¿Quién te habló del carrito? El carrito lo vi en una película y me fascinó, una repisa rodante de madera que transportaba libros, una manera de sacar la biblioteca de su espacio físico. Lo mandé a hacer igualito, así de pequeño, con suficiente espacio para ubicar los libros a ambos lados, y echarlo a rodar por los pasillos del hospital. Cada mediodía ofrecía lectura a las pacientes, sala por sala. Querían un libro y yo se lo llevaba, en el mejor de los casos en el carrito estaba algo que hacía rato querían leer. Había quienes preferían las revistas, que también les llevaba. Préstamos para corta o larga estadía, en dependencia, si eras parto natural o cesárea, o pacientes que esperaban cirugía y sus acompañantes. Salían de alta y encontraba el libro sobre la cama destendida ya. Esto comenzó entre el año 62 y el 63, y se mantuvo ininterrumpidamente por cinco años, como parte de una gestión que hice con el Instituto del Libro, que mandaban lotes con bastante frecuencia. Se mantuvo el movimiento hasta que se fueron separando las entregas por la justificación de la falta de combustible, por la falta de interés. Cuando los libros empezaron a no llegar al hospital yo me iba en lo que fuera a buscarlos. Tuve libros maravillosos en el carrito, qué decirte. Tuve Paradiso, sí, tuve Paradiso. Por un corto período tuve Tres Tristes Tigres, un ejemplar único que alguien no devolvió. Mi esposo se involucró y me ayudaba a mantener actualizada la colección móvil. En aquellos años como médico viajaba mucho a Isla de Pinos por conferencias y en el lugar donde se quedaba se recibían muchos libros; me traía los que podía, publicaciones originales, ediciones preciosas.

Tú ingresabas a parir y yo solo quería que te sintieras acogida, como en casa, que encendieras una lamparita en tu mesita de noche y por un momento te sumergieras en otras historias, por un momento olvidaras que estabas a punto de poner toda tu fuerza a prueba o ya la habías puesto a prueba el día antes; solo quería que leyeras. 

 

 

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