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Tintamakanititiutautua

Siento como si una semilla roja soplara de mi boca hacia dentro impidiéndome decir una palabra, ni una sola. Dentro de mí se siembra la confusión. Entramos al jardín casi al amanecer, justo antes de que el rocío abandone el último aliento de los piñoneros dormidos. Seguimos la guardarraya asfaltada que agrupa a las especies en sus propios mundos. La sabana de palmas jatas, reales y miraguanos da paso a un despliegue de júcaros de tronco resbaloso. Caminamos entre los montes semideciduos y jugamos entre los madrugadores perennes del bosque oriental. A media mañana alcanzamos los matorrales y las tercas maniguas de la costa. Vamos de un hábitat a otro. Las cortezas temblorosas de los almácigos intercalados lanzan orbes cobrizos y nos reciben en el gran cuabal, donde al final del recorrido umbráculos triangulares ahuyentan el sol verdadero de sobre los helechos, monsteras, philodendrons y azaleas. Todos nosotros tenemos también nuestros espacios donde vivimos y desarrollamos naturalmente, todos tenemos 21 años. Nos reencontramos en un bosque arcaico en común, un barrio, un aula, un parque, una cueva. Él también tiene 21 años porque nació casi un mes antes que yo. Él no está aquí, el padre del hijo que nacerá. En otro hábitat lo vi, cuando  hablaba al oído de otra mujer de 21 años mientras ella le pintaba las uñas y se reían. El sendero de lechosas frías abre paso al cactario. Dentro de mí se siembre la confusión.

¿Comienza en la cabeza, el corazón, los pies? Comienza imaginándose desde lo que no ha existido. Sus células son aeróstatos, tienen hélices, alas anchas, visten discos transparentes o se desplazan dentro de almohadillas de aire o dirigibles que sobrevuelan bajo mi piel. Giran y caen sobre mi hígado, danzan y aterrizan en mi corazón, se arrastran y barrenan mi estómago, llegan por zoocoria hasta la médula y siguen el curso de los ríos ceñidos a los conductos calcáreos de mis huesos. Se rigen por mimos frente a espejos genéticos, logrando quizás esquivar algunas leyes antiguas. Él ya tiene vesículas ópticas ámbar, un tubo neural y caminos del oído interno, protuberancias de brazos y piernas, tracto digestivo, pulmones, y manos que parecen remos. Un embrión se ancla al mar del endometrio. Tengo un dios dentro. Dentro de mí se siembra la confusión.

En el pasadizo espinoso nos detenemos frente a Lophophora Williamsii. El cactus sin espinas se alza entre lajas de piedra y sobre cojines azulados rematados en perlas vegetales abre su flor enteógena en una saeta recia. Al fondo del cantero asoma un hombre que sale de una caseta improvisada. Es el guardián de la suculenta, quien la cuida y vigila permanentemente. Abel pregunta la edad de la planta y luego no deja de hablar. Asegura que puede tener unos 30 años por la presencia de la flor. El hombre guarda silencio, deja que Abel desahogue sus teorías. Estoy distraída y me dejo vencer por el sueño, aún cuando esperé tanto este momento, dormito de pie mientras todo se convierte más en una conversación. Eli me despierta de su regazo y retomo todo en el momento en que Abel saca de su mochila, un cuchillo limpio muy afilado.

—Guarda eso, muchacho, no te voy a dejar que la hieras -dice el hombre en paz. Esto es lo más preciado que he tenido nunca. Mucha gente no llega hasta el cactario, siguen de largo. Ustedes vinieron directo al peyote. Este peyote tiene exactamente 37 años -dice el hombre con total seguridad-. Cuando llegué a trabajar aquí, yo tenía la edad que tiene él ahora.

El hombre impide que Abel corte el fruto por el que nos ha hecho venir. Me permite tocar los pétalos tornasolados cubiertos de vellos metálicos de la flor erecta. La fragancia astringente se proyecta en todo. Tu ADN está en el aire, se mezcla con la magia de la flor prohibida. Su néctar, en su dimensión extrafloral, alimenta a las hormigas y las convierte en poderosas guerreras. Nadie lo huele, nadie lo ve, pero flota sobre el mismo viento cuando exhalo.

Rey y Abel dicen «tintamakanititiutautua», la contraseña aprendida en la lectura y bien meditada para desobedecer el cerco a la magia en cuanto surgiera una oportunidad como esta. Nunca antes la pronunciamos en voz alta, cada quien la guardó para sí para este momento iniciático, y la repasó en voz baja. El guardián de la planta no hace caso de la palabra, y yo no repito nada, salgo del coro. Dentro de mí se siembra la confusión.

—Sigan caminando que un poco más allá de los invernaderos en el claro donde empieza el bambuzal está el jardín japonés -dice el guardián.

—Tintamakanititiutautua —insisten todos casi a coro.

—¡El peyote no se toca y punto! -grita totalmente iracundo y enciende una radio.

Nos revolcamos colina abajo hasta la ribera del minúsculo lago artificial, un criadero de goldfishes, carpas, manjuaríes y víboras mansas, especies bien camufladas entre bejucos, cables y cordones de zapatos ahogados en el fondo de concreto. En el centro del lago, en lo que parece un templo de agua, una profesora habla a sus estudiantes sobre las familias y taxones de las plantas vasculares de la flora espontánea cubana. Abel se acerca y saluda. Lo conocen en su facultad por su interés en las especies más amenazadas entre las magnolias, desde las que crecen en los bosques siempreverdes en los macizos de Guamuhaya y Nipe-Sagua-Baracoa o la Virginiana que busca la altura del mar y las ciénagas. Se acerca a la profesora y le dice algo al oído, tienen confianza. Ella sonríe y dice que no le parece posible. Seguimos hasta el caney que está a un lado de toda la réplica japonesa. No es redondo como esperaba, es un rectángulo techado a guano que sostiene un jardín colgante de curujeyes. Al centro, una mesa ancha sirve en jícaras yuca con mojo de toronja salpicado de ají wau wau, quimbombó con proteína vegetal texturizada, calalú de hojas de Chaya y frutabomba, pinol muy tostado enchumbado en miel, lenguas de pulpa de tamarindo extendida con maicena, matrimonio de cremita de leche y guayaba, horchata de arroz criollo con leche de coco, fritura de malanga en almíbar de anís estrellado, crema helada de boniato, ajonjolí y limón, prú oriental con escarchita, casabe en plancha, ropa vieja de col, albóndigas de piel del plátano burro, picadillo de palma real y una gran ensalada de flores. Cúas largas hincan masas de fruto del pan que se prenden abrasadas bajo los calderos al carbón.

—Coman rápido que todo esto se marchita —sugiere una mujer desde la barra. Dentro de mí se siembra la confusión.

No alcanzo a probar la Mariposa; sus pétalos yacen moribundos en sepia entre la variedad de pétalos de híbridos almizcleños, grandifloras, floribundas, polyanthas, musgosas, perpetuas rosas y príncipes negros, todas rociadas de una vinagreta subida de ajo deshidratado. ¿Cómo se come una flor? ¿Se empieza por los estigmas, los estambres, los pétalos? Sobre el arroz blanco dejo caer una nube de pétalos y como hasta empalagarme de las rosas. Por un sistema reticular ascendente, solo veo con el corazón, solo lo que me interesa: el efluvio oloroso de los pétalos. A la salida, un arco de buganvilleas tricolor abre paso al jardín japonés.

A la entrada se lee que es un jardín de iniciados. En teoría, un jardín japonés necesita agua, una isla de verdad, un puente a la isla, una linterna preferiblemente de piedra, una casa de té o un pabellón, unas enseñanzas, lo mínimo. Debe proyectarse topográficamente como un archipiélago que abraza al Mar Interior de Seto, el gran vacío que se llena con objetos; objetos que son islas, islas que son rocas rodeadas de agua o no, rocas escarpadas que llegaron al mundo del jardín tal como llegaron al mundo real y hay que ubicarlas donde ellas piden. Este jardín japonés es el cosmos preñado en el vientre de un jardín corriente. En un jardín japonés caribeño se siembra la confusión. La lengua de vaca saca la lengua al Pino Negro. El Arce llora y nadie lo escucha. La Pilea se llama Lengua de Chismosa o Lengua de Mujer. Las rocas se pulen y se rellenan sus fisuras de cemento hasta dejarlas lisas y resbalosas. La gente se sienta sobre ellas y toma infusión tibia de menta poleo bien dulce. Alguien vende estampas de San Fancón, que vino de China, para atraer prosperidad.

—Juega con esta pelota. Allí está la tinta para que escribas a Cuba a ver qué te contestan —dice Abel y me pasa un amasijo de ramas y el forro de un palmiche que parece un papiro.

—Estamos en Cuba —le digo despertando con los pies sobre la tierra.

—Estamos en el jardín de los paseos, muchacha, suelta la tierra de una vez.

Yo sigo con los pies en la tierra.

—Hoy es un día para agradecer —dice Eli y suelta una humareda directo a mis ojos. —Vimos la flor, Aima. Caigo rendida sobre la gravilla, repleta de taninos y minerales florales. Veo en fotopsias a través de las arecas y el humo. Siento que comí muchas flores. Dentro de mí se siembra la confusión.

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