Hace unos años comencé a escribir textos que quedaron incompletos y se acumularon en una carpeta digital bajo el nombre Maternidad Obrera, el nombre del hospital donde nació mi primer hijo en el año 2002. En ese entonces tenía 21 años y concebí estas escrituras, embrionarias, fragmentarias, híbridas, a menudo descabelladas e ilusorias, bajo la pulsión de la matrescencia y el miedo; sobre una cama del hogar materno donde permanecí ingresada bajo régimen de reposo casi absoluto las últimas 18 semanas de mi embarazo.
Mi idea de la maternidad se fraguó en la convivencia con madres maduras y expertas, cansadas, hastiadas, también felices, enfrentadas a los mismos lugares comunes que fueron el centro de todas sus conversaciones durante aquellos meses: los micro y macromachismos en sus formas más obvias o encubiertas, la violencia obstétrica solapada en la gratuidad, los úteros colapsados bajo presión y apatía hacia nuestro dolor, la precariedad, los desgarramientos físicos, psíquicos y sociales, la ausencia de compasión y humanidad, la vigilancia constante sobre el hacer de las madres, la ausencia total de conciliación, la inexistencia de un enfoque de género en los cuidados, la sombra del viejo paradigma de la patria potestad en contraste con la genuina responsabilidad parental, los patrones de discriminaciones en todas sus superficies, las inequidades, la culpa, la censura y autocensura sobre el maternar, la idealización del rol único y todopoderoso de «la madre», la soledad en los procesos de crianza, los tantos casos de injusticia testimonial silenciados por prejuicios y la herencia cultural de la «supermadre» cubana dispuesta a atravesar un océano de sacrificios que se dan por sentado y nunca serán suficientes. Como madre primeriza y joven fue a partir de estas narraciones y testimonios que comencé a abrir los ojos sobre lo que acontecía en los espacios que recién comenzaba y otros que comenzaría habitar muy pronto en primera persona: el hogar materno, hospitales ginecobstétricos, consultorios médicos, y luego, círculos infantiles, parques, escuelas, todos ellos ruedos donde las madres cubanas enfrentamos las más agresivas fieras.
Con los años, intenté mediocremente teorizar la maternidad partiendo de lecturas, ante una realidad apabullante. Me identifiqué con escritores de aquí y allá y navegué la inmensidad del cosmos literario donde voces femeninas narraban sus propias femineidades y maternidades, su hartura cotidiana, sus cansancios, sus errores, sus culpas, sus pérdidas y sus duelos. En ellas encontré sanación y reparación para la madre que he querido ser, un remanso donde dejar caer la capa de la supermadre cubana y algo de aliento para la escritura. La potencia de sus palabras, sus mapas afectivos, sus tejidos y gramáticas me dieron valor para habitar sanamente ambos mundos: la maternidad y la literatura.
Fue recientemente que sentí la necesidad de aterrizar estas escrituras en el espacio online respetando los sentimientos y emociones que las atravesaron. Una amiga cubana desde la Patagonia me impulsó a materializarlo bajo la forma de este blog.
En 1966 el régimen castrista señaló el nombre del hospital donde nació mi primogénito como una trampa discursiva del régimen anterior y lo renombró como el ginecólogo cubano Eusebio Hernández Pérez. Quizás bajo la gracia y beldad de la madre con su hijo en brazos, la obra en cerámica del escultor cubano Teodoro Ramos Blanco, nunca nadie dejó de llamar el hospital por su nombre original: Maternidad Obrera. En Playa y en Marianao, Maternidad Obrera fue el lugar en el que tocó nacer y parir, y muy tristemente, fue y es lugar de numerosos casos de violencia obstétrica de los que cada vez existen más testimonios. La vida dentro de un régimen totalitario sigue hoy cincelando nuestras maternidades. La madre cubana es la diana dispuesta sobre la que arrojar los dardos envenenados de sueños rotos y dolores, el sarcófago seguro donde descansan putrefactos los cadáveres de frustraciones y desengaños de generaciones presentes y futuras, el repositorio de traumas y culpas que mueren en el cuerpo de la mujer o la matan cada día.
La maternidad ha sido y es en mi incursión literaria no un pretexto para hablar de cualquier otra cosa, sino para hablar de todo, en un intento de fusión de los dos universos que más amo: la maternidad y la literatura; en la búsqueda de una voz más que en la persecución de un sueño; en mi propia búsqueda, aquella que comencé cuando me supe madre por primera vez, y hoy sigo desde este diminuto jardín donde materno mis escrituras.
¡Un abrazo grande y gracias a ti que me lees!