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Hogar Materno IV

Una amiga que vino a verme hoy me trajo una piedra lisa. Ella ama las piedras. Me hace amar las piedras. Aún no tiene hijos pero cuida, materna. En casa tiene una Madre de Agua que heredó de su tía abuela. Hace poco dejó de mirarla unos días y cuando vino a ver, sin darse cuenta, la roca había parido otra roca. En la palangana donde la nutre una vez cada dos años de la sangre de una gallina degollada, coco rajado y agua dulce, la Madre de Agua parió. A veces antes de irse a dormir las piedras están separadas y a la mañana ella las ve juntas, una al lado de la otra.

Es madrugada, no puedo dormir, de repente no necesito dormir más. Me duele la sínfisis. Prefiero esperar en vela a que las células hagan lo suyo. Alrededor todas descansan gustosas exoneradas de cualquier gesto de cuidado, solo entregadas a esperar. Deambulo pasillo arriba y pasillo abajo mientras hibernan hasta la consagración. Asomo la cabeza a cada puerta, gorritos y mediecitas también descansan a medio hacer, pinzados por ganchillos.

En Indoamericanos en Cuba, Felipe de Jesús Pérez Cruz describe lo que pudo haber sido el parto de Itiba Cahubaba, la gran paridora del mundo aruaco.

»Llegaron cuatro hijos de una mujer que se llamaba Itiba Cahubaba, todos de un vientre y gemelos; la cual mujer habiendo muerto de parto, la abrieron y sacaron los cuatro dichos hijos, y el primero era Caracaracol… El cual Caracaracol tuvo por nombre Deminán; los otros no tenían nombre».

Ralentizo la lectura solo en estas páginas y la visualizo: la Gran Madre Sangrante descuartizada para salvar las cuatro nuevas vidas. En lo sucesivo, la navegante cósmica no me abandona, la veo abierta sobre la tierra que embebió su sangre. En la oscuridad total abre sus ojos oblongos estrellados, tiemblan sus blandas perforaciones solsticiales y centellean los cráteres donde fueron sus pezones. Las manos que antes sobaron su embarazo cuádruple caen deshidratadas a ambos lados del cuerpo cobre, y hundido su ombligo se reduce en ceniza humeante. Toda ella el humus sagrado de nuestros endemismos. La he visto en los pasillos de Maternidad Obrera, a veces caminando con un cubo vacío y una almohada, regresando con su bebé o sin su bebé a casa; sobre la mesa de ultrasonido con el vientre repleto de conchas marinas, en el laboratorio enredada en los hilos de sus sangres. Dentro mío la sentí en la cola ansiosa de Genética. Si hay un lugar donde Itiba vive en resurrección fatal es el hospital, donde las paredes blandas soplan gritos de vidrio, de jadeos y vejaciones. La vi manifestarse ante mí lejos de aquel ambiente, una tarde en el río San Diego, por primera vez a solas, en su propia forma, un pez de agua dulce tan espinoso que nadie puede tocarlo o comerlo.

Invoco a Itiba. En las madrugadas, de todas maneras, no puedo ni quiero dormir. Mi padre está enfermo, una máquina filtra su sangre cargada de toxinas. Espero una llamada. Sínfisis significa crecer juntos. Yo crecí con mi papá.

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