A la entrada de las tiendas del hotel Comodoro en Miramar mi madre se presentó con una dote ilegal de quarters de dólar a duras penas reunidos y pidió a un diplomático comprarme un par de zapatos para la escuela.
—Por favor, yo tengo una niña que… y le entregaba mi pie dibujado en un papel.
En ese momento se había echado una maldición sobre el dólar: »irás a la cárcel si te atrapamos con uno» y otra cláusula que derivaba: »los cubanos no pueden comprar a las diplotiendas». Cuando mi tía Yolanda vino de visita de Portugal, nos invitó a comprar, pero no pudimos entrar: »la parte de la familia que vive en Cuba tiene terminantemente prohibido entrar a los predios de las diplotiendas». Debíamos esperar tranquilos a discreción de puertas para afuera, aunque solo tuvieras 13 y 6 años como mi hermana y yo, o aunque fueras un bebé de brazos com mi primo Esteban, o una mujer muy mayor como mi abuela.
Nosotras abríamos un hueco en el cristal condensado y veíamos lo de adentro que era lo de afuera, que no aspirábamos a poder tener. A cada giro de la puerta la amalgama de compuestos volátiles que emanaban de los plásticos que envolvían todos los anhelos, nos alcanzaba. Con el golpe de calor fuera el cristal se empañaba nuevamente y abríamos nuevos círculos caleidoscópicos. Mi tía hacía de este momento tenebroso un juego, corría de un lado para otro entre los paneles abarrotados de comida, sacando cada ejemplar para mostrarnos a mi hermana, a mi madre, a mi abuela y a mí. Mi hermana y yo decíamos que sí a todo. Mi madre negaba con la cabeza y asentía con los ojos, »no te preocupes mi hermana» y en voz baja decía »hoy nos lavamos la cabeza con champú».
Compañera, aléjese de aquí con las niñas y la señora, qué impresión va a dar a los clientes de este hotel?
Mi padre se entristecía y frustraba tanto con aquello que se quedaba sentado en la bicicleta, solo, mirándonos a lo lejos, como un protector desabastecido. Una vez se enfureció tanto que le dio un piñazo a un muro y se reventó los dedos. Otra vez le dio un cólico nefrítico.