Ya hace dos años. Este amanecer, preparándome a partir, tengo un deseo repentino: llegar a mi casa real. Desde que salimos de ella, amigos pasan y mandan fotos de las plantas que se la comen, del número con un rayo verde que mi hijo mayor grafiteó. Solo puedo ir y regresar de Brooklyn a Ontario, ver a mi hermana, mi cuñado y mi sobrina; comer juntos, sentarnos en un patio a parafrasear la vida anterior más retocada, abrazar el arce gigante que abraza su nuevo hogar e irnos a medianoche al pool de un Sports Bar a tres calles. En Cuba abrazaba la palma en el jardín de alante de casa. Nunca antes jugamos al pool, en Cuba se decía billar y había solo dos mesas en la Habana, una en la Fregadora en los 90 y nunca me tropecé con la otra, ni siquiera la busqué.
Salí de Brooklyn en tren. Llegué aquí por un camino de casas techadas en escalenos con cristales panorámicos donde la gente se espera una a la otra, donde la gente come, ve televisión, se ducha y duerme y todo vuelve a empezar. Atravesé la niebla únicamente interrumpida por mapaches, venados, liebres y zorros de sangre metálica. Me dejé llevar por mis propios pies. La primera vez que volví a ver a mi hermana fue a través de uno de esos cristales, en febrero de este año. Nos pusimos al día de un día para otro. Me dijo: ¿vamos a jugar pool? ¿pool?
Frente al rectángulo mi mente queda vacía, fue la razón que me dio. Allí fuimos, sobre el trampolín dinámico que no deja de hacerse alto sobre la piscina vacía con paredes y piso de terciopelo. Pienso que estoy loca, vestida de salir en camisa de fuerza a punto de saltar o caer desde una vértebra de este trampolín, de la mano de mi hermana. Mi memoria se parece a este mesa, guarda un juego en el que siempre pierdo, aunque dejé de jugar hace mucho tiempo, aunque trate de vaciar mi cabeza.
Las varas persiguen las esferas de color que yacen encerradas en triangulación y salen desbocadas echando a rodar temblorosas por el golpe blanco de la muerte, destinadas a caminar a su deseo por la negra pulsión de la vida que se engulle a sí misma. Sobre esta mesa la mitad de mi cuerpo posa sin vanidad, con goce. El dolor sigue intacto. No hay otro espacio posible donde posar mi cuerpo y que parezca elegante, lúcido, sabio, que sobre estas esquinas redondeadas y acolchadas sobre las que cuelgan piñas inversas. Un cuerpo en pos del juego que niega los sedimentos de las cavernícolas que me habitan y sus millares de gestos grabados, y sus millares de culpas. Un cuerpo que se ha prestado a sueños de otros y renunció al hábitat que lo levantó del polvo a la vida.
El juego es otro modo de ser humano, me convence mi hermana. Sobre el juego nuevo hay una nube que llueve solo para el juego. Recorro una parte del triángulo únicamente interrumpida por los mapaches, las liebres y los zorros de sangre metálica que se afilan a sí mismos para interponerse en mi camino. No son tacos, son cordones umbilicales deshidratados, secos y tiesos al sol. No son troneras, son vaginas en retroverso, vaciadas, llenas solo de aire, viradas al revés, gargantas y zurrones. No son mazas, flechas ni virolas, son remanentes de ombligos prensados en palimpsestos. Son testículos brillantes tersos hinchados de semillas en colores: rojo, verde, azul, púrpura, amarillo, anaranjado, marrón. Lava y cuarzo a partes iguales en el polvero blanco de un cubo minúsculo con la única función de suavizar la punta que prepara el mejor de los agarres al músculo de mi pecho roto.
Esos mismos pasos me devuelven, semanas después, al tren, sin interrupciones. Un río corre en paralelo y no me suelta de la mano, arrastra palos, alfombras de leña inútil, fuertes embalsamados cundidos de serpientes y motos acuáticas. Regreso a la casa de hoy, regreso a Brooklyn. La primera casa es ya como aquella segunda mesa de pool con la que nunca me tropecé en la Habana. La casa no es un barco aunque lo parezca. A la casa no podemos regresar. ¿Y al juego? Al juego sí.