Cargando

Cabeza de mesa

Ya hace dos años, y este amanecer, preparándome a partir, tengo un deseo repentino: llegar a mi casa real. Después que salimos de ella, amigos pasan y mandan fotos de la reja, de las plantas que se la comen, del número con un rayo verde que mi hijo grafiteó. Solo puedo ir y regresar de Hamilton a Brooklyn. El único viaje posible por ahora es ir a ver a mi hermana, mi cuñado y mi sobrina; comer juntos, sentarnos en un patio a contar en poesía lárica la vida anterior más retocada e ir al pool de un Sports Bar al doblar. En Cuba nunca jugamos pool, se llamaba billar y había dos mesas en la Habana, una en la Fregadora en los 90 y nunca me tropecé con la otra.

Mi memoria se parece a este mesa. Está llena de varas, huecos y esferas de color encerradas en triangulación que echan a rodar temblorosas por el golpe blanco de la muerte, destinadas a caminar a su deseo por la negra pulsión de la vida que se engulle a sí misma. Sobre esta mesa mi cuerpo posa sin vanidad sobre su memoria, solo con goce, con menos dolor. No hay otro espacio posible donde posar mi cuerpo y que parezca elegante, lúcido, sabio, que sobre estas esquinas redondeadas y acolchadas sobre las que cuelgan piñas inversas. Un cuerpo en pos del juego, sin culpa, que niega los sedimentos de las cavernícolas que me habitan y sus millares de gestos grabados. Un cuerpo que se ha prestado a sueños de otros y renunció al hábitat que lo levantó del polvo a la vida. El juego es otro modo de ser humano, el pool es otro modo de ser humano. Frente al rectángulo mi mente queda vacía, únicamente dispuesta a recibir. Sobre el juego nuevo hay una nube que llueve solo para el juego. Recorro una parte del triángulo únicamente interrumpida por los mapaches, las liebres y los zorros de sangre metálica que se afilan a sí mismos para interponerse en mi camino. No son tacos, son cordones umbilicales deshidratados, secos y tiesos al sol. No son troneras, son vaginas en retroverso, vaciadas, llenas solo de aire, viradas al revés, gargantas y zurrones. No son mazas, flechas ni virolas, son remanentes de ombligos prensados en palimpsestos. Son testículos brillantes tersos hinchados de semillas en colores: rojo, verde, azul, púrpura, amarillo, anaranjado, marrón. Lava y cuarzo a partes iguales en el polvero blanco de un cubo minúsculo con la única función de suavizar la punta que prepara el mejor de los agarres al músculo de mi pecho roto.

¿Cómo se llega al pool? No sé. Yo llegué por un camino de casas techadas en escalenos con cristales panorámicos donde la gente se espera una a la otra, donde la gente come, ve televisión, se ducha y duerme. Atravesé la niebla únicamente interrumpida por mapaches, liebres y zorros de sangre metálica. Salí desde un poco antes, en tren, y luego me dejé llevar por mis propios pies. Allí me paré sobre el trampolín dinámico, se hacía muy alto sobre la piscina vacía con paredes y piso de terciopelo. Pensé que estaba loca, vestida de salir en camisa de fuerza a punto de saltar o caer desde una vértebra del trampolín. Ya sabes lo que dicen: buena suerte en el juego, mala suerte en el amor, y viceversa. Recorro una parte del triángulo únicamente interrumpida por los mapaches, las liebres y los zorros de sangre metálica que se afilan a sí mismos para interponerse en mi camino.

Esos mismos pasos me devuelven al tren sin interrupciones. Un río corre en paralelo y no me suelta de la mano, arrastra palos, alfombras de leña inútil, fuertes embalsamados cundidos de serpientes y motos acuáticas. Regreso a la casa que es como aquella segunda mesa de pool con la que nunca me tropecé en la Habana. La casa no es un barco aunque lo parezca. A la casa no podemos regresar, al juego sí.

 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.