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Apuntes sobre la primera matrescencia a partir de «Witches»

I

Ser nosotros mismos hace que acabemos exiliados por muchos otros. Sin embargo, cumplir con lo que otros quieren nos causa exiliarnos de nosotros mismos. Aunque el exilio no es algo que se desee por diversión, hay una ganancia inesperada en él: son muchos los regalos del exilio. Saca la debilidad a golpes, hace desaparecer los plañidos, habilita la percepción interna aguda, acrecienta la intuición, otorga el poder de la observación penetrante.

Clarissa Pinkola Estés. Mujeres que corren con los lobos.

When you think of witches… Is this what you see? Así abre Elizabeth Sankey, Witches, su documental lanzado recientemente en Mubi. Después de esa primera escena yo no pude parar de verlo. Por mucho tiempo busqué una representación realista y detallada de la matrescencia pero ninguna resonaba con mi sentir. Fue de la mano de esta otra bruja que me reconocí en el proceso de metamorfosis psíquica, emocional y física que acontece en la mujer que se va conformando una madre. Empaticé profundamente con el tema de la psicosis materna y la depresión postparto, aunque no fueron situaciones que padecí en primera persona pero de las que sí estuve al tanto en el hogar materno donde estuve ingresada la mayor parte de mi primer embarazo. Al pasar tanto tiempo encerrada y en cama experimenté algunos rasgos de la psicosis del embarazo: no podía dormir de un tirón, solo dormitaba a ratos durante el día, me obsesioné con pequeños gestos que en mi delirio garantizarían la protección mía y de mi bebé, sentía mucho miedo, paranoia, sospechas, se me hacía difícil comunicarme, sentía que mi padre estaba muriendo por mi culpa, una noche vi una mano que cerró la llave cuando me duchaba, tuve algunos pensamientos delirantes y desorganizados, pensaba que si me cortaba el cabello mi hijo o yo moriríamos, me sentía habitando ese espacio umbral en la frontera de lo onírico y la realidad en esa misteriosa transformación que halaba por igual desde todas partes: mi psiquis, mi cuerpo, mi identidad. Con los años encontré que una mujer dedicó su inteligencia a teorizar sobre esto, la antropóloga francesa Dana Raphael quien acuñó el término matrescencia en 1973, nombrando algo que históricamente se había tomado como delirios sin importancia propios de la psique femenina. 

Desde pequeña Elizabeth Sankey quiso ser una bruja. Yo también. Para la autora fue El Mago de Oz el detonante de su bruja interior, y así señala como bautismal el momento en que Dorita abre la puerta de su casa y descubre el paisaje technicolor de la magia, el paisaje del deseo. En un momento se presenta Glinda la bruja buena, candorosa y pálida, y en otro, la Bruja Mala del Oeste, narizona, verde y escandalosa. Para cuando vi El Mago de Oz, ya la bruja se me había presentado como Baba Yagá, huesuda, arrugada, con dientes de hierro capaces de desgarrar todas las carnes del mundo y desarticular nuestros cuerpos. Baba Yagá con su pierna de hueso volaba de un tirón del mundo de los vivos al de los muertos, y viceversa.

Lo que para Elizabeth Sankey fue escuchar los cantares de las brujas en los bosques en los días grises del invierno londinense, para mí fueron los trances que tantas veces vi con mis propios ojos en mujeres maduras, serenas durante el día y enérgicas en la noche volando en sayones de guingas de colores en los toques de tambor en la esquina de mi casa. A la noche las brujas danzaban en los sueños de la niña que fue la autora, en los míos danzaron las olas y los peces que no dejan el cuerpo de una niña después de un día entero de costa y sol. Así como Elizabeth anhelaba unirse a los rituales secretos de las brujas, yo también lo anhelé. Preparé brebajes de Marpacífico y sopa de piedras, bebí la gota almizclada de la flor rojo escarlata con forma de estrella y pepitas brillantes, mastiqué romerillo, hice collares con picualas y diademas de jazmín del cielo. Abrí con grandes rocas frutos del almendro Malabar, robé mangos y los succioné hasta secarlos, corrí volando el diente de perro más filoso, puse cundeamor bajo mi lengua. Como Elizabeth también hablé con fuerzas invisibles, hice peticiones, y una noche de tormenta eléctrica terminando el mes de agosto vi un rayo esférico entrar por el patio de mi abuela y salir por la terraza. Escupí la cara de un hombre que rozó mi seno cuando tenía 12 años. Caí sobre un rosal entero y me llené de espinas de la cabeza a los pies. Me sentía a salvo si bajaba y subía los escalones en pares o regresaba y rectificaba alguna pequeña acción. Escribí sobre la letra de libros y libretas cuando no sabía leer y tampoco escribir. Hice cálculos para pócimas frías y cuidé un hongo de vinagre que alimentaba con agua y azúcar debajo de mi cama. Le sacaba la lengua a la imagen de Santa Bárbara de mi abuelo y luego a la noche tocaba el cristal del cuadro y le decía que me perdonara que yo la quería de verdad. Encerré en un escaparate bajo llave al niño de quien primero me enamoré perdidamente. Crecí en la casa de una abuela bruja que nunca conocí porque murió tres meses antes de yo nacer, y sentí que la forma en que todo estaba dispuesto era la manera en que ella y yo conversábamos. Conocí a mis tías paternas por el anecdotario que sobrevivió a sus muertes jóvenes. Una de ellas se vanagloriaba de hacer 15 rostros consecutivos antes de irse a dormir y tomaba el sol en bikini en el parterre. La otra nunca durmió, cantó en cabarets hasta que le dio un infarto sobre un tabloncillo. Crecí con una abuela bruja, cocinera, costurera, mecedora, ventrílocua, abrazadora, amorosa, que me llenaba las muñecas de pulsos de colores, atesoraba una bata de terciopelo violeta que llevaba 70 años guardada en su gaveta junto a un pañuelo con palabras bordadas por su hermana que murió a los 14 años; una piedra de ónix, un sacacorchos de su padre, una estola que abrigó a su madre de 19 años en la cubierta de un barco en el que atravesó el Atlántico hasta la Habana por primera y única vez, los restos de una piel de visón, un dedal, un libro de bolsillo en otra lengua, y me enseñó el aprecio hacia los objetos diminutos y cotidianos como los más valiosos del mundo. Una abuela que me acurrucó en su regazo hasta que fui tan grande que nos caímos las dos del sillón. De mis tías maternas aprendí potentes conjuros domésticos de protección, visité con ellas recónditos lugares y las vi enamorarse una y otra vez. También los hombres contribuyeron a mi infancia bruja, mi tío esquizofrénico hablaba por la ventana con seres interplanetarios, inventaba juegos como cuartos de escape con preguntas descabelladas que elastizaron mi pensamiento. Con mi abuelo materno aprendí a recoger chatarra en la calle para restaurar antiguas planchas y tocar la corriente que venía de una cajita con luz sobre su mesa de electricista. Cada noche me hizo escuchar historias montunas que acontecían en las riberas del río Cuyaguateje donde nació, o en lo alto de sus cuchillas. Con mi abuelo paterno hice collares, me enseñó a hacer turrones de maní molido, a percutir sobre cualquier superficie y a improvisar versos. Mi padre era un hombre de rituales bien exactos y minuciosos que siempre tuvo perros y me enseñó a amarlos, y mi madre una mujer inmersa en la lectura de la medicina, algo que me transmitió por contagio. Aunque no fue médico mi madre tiene el alma de una mujer sanadora, como las primeras brujas, curanderas que fueron llevadas a la hoguera para que el hombre se abriera paso en las ciencias de la medicina.

Al igual que Elizabeth Sankey, también supe en un momento dado dejar a la bruja desvanecerse en la infancia. Supe dejarla atrás e incorporarla en mi creación, en los libros que leí, en vestidos amplios de gasas, sandalias, anillos en los dedos de los pies, en la tintura constante de mi pelo castaño oscuro a rojo encendido cuando tuve 20 años. Pero la bruja reaparece, y Sankey lo describe como lo hubiera descrito yo, como lo viví, con la llegada del primer embarazo. Tenía entonces 21 años y tuve deseos de encerrar bajo llave el amor otra vez, pero me encerré yo.

El patriarcado puede reconocer a la mujer como ser sintiente solo hasta cierto punto. El patriarcado no puede reconocer a la mujer como ser deseante. El hombre en cambio se ha manifestado históricamente como ser deseante y muchas veces nato de un impulso infiel que puede cumplir como simple mandato natural. La mujer debe cuidar, no desear. Desear puede distraer a la mujer de su función cuidadora. En consecuencias culturales más extremas la mujer es severamente castigada o se le obliga a tomar el camino de la usurpación de su deseo, la prevención del mal, mediante la extirpación parcial o total de sus genitales externos. El clítoris es el único órgano del sistema humano cuya función es exclusivamente el placer. El clítoris es la escoba por la que la bruja es capaz de volar a cualquier lugar por lejano que sea. La historia de la bruja es la historia de la mujer como ser deseante en toda su extensión, una mujer deseante se expresa tal cual. La bruja es víctima de injusticia testimonial. Como la bruja, aquella mujer que se atreve a hablar de una matrescencia difícil puede convertirse inexorablemente la oradora a la que no se le da crédito, tildada de loca o exagerada, y en el caso de que algo sucediera se le castiga con el arma de «tú sí sabías», lo cual deposita, para conveniencia de todos, la responsabilidad total en ella. Todas hemos sido ella, alguna vez, muchas veces. Algunas lo suprimen ante su ejecutor y otras abrazan el fuego o se lanzan al vacío antes que se escuche el mandato de la orca: 

Anna Moats

Elizabeth Clarke

Mary Scrutton

Katherine Grady

Mary Hicks

Isabella Rigby

Janet Horne

Ruth Osborne

Agnes Waterhouse

Elizabeth Device

Anne Whittle

Jane Bulcock

Susanna Smith

Sankey se obsesiona con las brujas y pronuncia sus nombres como salmos que la protegen en momentos de angustia, ansiedad o soledad, en momentos en que se ha visto comprometida su salud mental. Ellas ante el fuego o la cuerda también pronunciaron los nombres de quienes les antecedieron como seres deseantes.

Me quedo con esta cita, y la copio textual, porque ella refleja el comienzo de la matrescencia, el momento en que me supe embarazada por primera vez, el momento en que la atención se dirigió completamente a la disputa de poderes masculinos, olvidando ambas partes mi estado y lo que estaba sucediendo en mí, lo que estaba sucediendo conmigo.  

Pregnancy is a strange time, at once mundane yet wildly magical. As my body rapidly transformed, the edges of reality began to blur. I no longer felt tied to the present, instead existing in some strange, liminal space connected to all the women throughout history who had made this journey before me. The doors to the past and the future were open. And I felt like I was walking between two worlds. Asleep and awake. And no one had ever told me being pregnant could feel like this. Films had taught me I was supposed to be calm, pretty, soft and pink. But I didn´t feel like that. I felt out of control. I was a storm, wild and unmoored. I was a fire. And because of that disconnection I found pregnancy an anxious and lonely time. I counted down the days till it would be over. I couldn´t wait to hold my son in my arms to feel his warm body on my skin. After his birth I was elated, I was on a high. I couldn´t sleep because I didn´t need to sleep. I was too excited, to mad with love. But then, everything started to go wrong.

A mi lista de nombres de mujeres como salmos, sumo hoy el nombre de Elizabeth Sankey, como conjuro todopoderoso que me devolverá siempre a la paz mental.

Al final de su viaje, Sankey confiesa:

I wanted to be a good witch. I couldn´t understand why any woman would choose to be bad. I didn´t know then what I know now, that being good or bad isn´t a choice a woman gets to make for  herself. Behave, and be beautiful, or we´ll destroy you.

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