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Tintamakanititiutautua

Entramos al jardín casi al amanecer, justo antes de que el rocío abandonara el último aliento de los piñoneros dormidos. Seguimos la guardarraya asfaltada que agrupa a las especies en sus propios mundos. La sabana de palmas jatas, reales y miraguanos da paso a un despliegue de júcaros de tronco resbaloso. Caminamos entre los montes semideciduos y jugamos entre los madrugadores perennes del bosque oriental. A media mañana alcanzamos los matorrales y las tercas maniguas de la costa. Vamos de un hábitat a otro. Las cortezas temblorosas de los almácigos intercalados lanzan orbes cobrizos y nos reciben en el gran cuabal, donde al final del recorrido los umbráculos triangulares ahuyentan el sol verdadero sobre los helechos, monsteras, philodendrons y azaleas. Todos nosotros tenemos también nuestros espacios donde vivimos y desarrollamos naturalmente. Nos reencontramos en un bosque arcaico en común, un barrio o un aula. El sendero de lechosas frías abre paso al cactario.

En el pasadizo espinoso nos detenemos frente a Lophophora Williamsii, un cactus sin espinas que se alza entre lajas de piedra y sobre cojines azulados rematados en perlas vegetales que abre su flor en una saeta recia. Al fondo del cantero, de una caseta improvisada asoma un hombre. Es el guardián de la suculenta, quien la cuida y vigila las 24 horas. Abel pregunta primero la edad de la planta y no deja de hablar. Asegura que puede tener unos 30 años por la presencia de la flor, y desde ahí no se detiene en su ansiosa disertación. El hombre guarda silencio, deja que Abel desahogue sus teorías. Estoy distraída y tengo mucho sueño, aún cuando esperé tanto este momento. Dormito de pie mientras todo se convierte más en una conversación. Me despabilo y retomo todo cuando Abel saca de su mochila un cuchillo limpio muy afilado.

—Guarda eso, muchacho, no te voy a dejar que la hieras. Esto es lo más preciado que he tenido nunca. Mucha gente no llega hasta el cactario o siguen de largo. Ustedes vinieron directo al peyote. Este peyote tiene exactamente 37 años -dice el hombre con total seguridad-. Cuando llegué a trabajar aquí, yo tenía la edad que tiene ella ahora. Toca los pétalos tornasolados, cubiertos de vellos metálicos de la flor erecta. La fragancia astringente se proyecta en todo. Siento como si una semilla roja soplara de mi boca hacia adentro impidiéndome decir una palabra, ni una sola. Dentro de mí se siembra la confusión.

¿Comienza en la cabeza, el corazón, los pies? Comienza imaginándose desde lo que no ha existido. Sus células son aeróstatos, tienen hélices, alas anchas, visten discos transparentes o se desplazan dentro de almohadillas de aire o dirigibles que sobrevuelan bajo mi piel. Giran y caen sobre mi hígado, danzan y aterrizan en mi corazón, se arrastran y barrenan mi estómago, llegan por zoocoria hasta la médula y siguen el curso de los ríos ceñidos a los conductos calcáreos de mis huesos. Se rigen por mimos frente a espejos genéticos, logrando quizás esquivar algunas leyes antiguas. Él ya tiene vesículas ópticas ámbar, un tubo neural y caminos del oído interno, protuberancias de brazos y piernas, tracto digestivo, pulmones, y manos que parecen remos. Un embrión se ancla al mar del endometrio. Como la flor enteógena tengo un dios dentro. Dentro de mí se siembra la confusión.

Tu ADN está en el aire, nadie lo huele, nadie lo ve, pero flota sobre el mismo viento cuando exhalo. Rey y Abel dicen «tintamakanititiutautua», la contraseña aprendida en la lectura y bien meditada para desobedecer el cerco a la magia en cuanto surgiera la oportunidad. Nunca antes la pronunciamos en voz alta, cada quien la guardó para sí para este momento iniciático, y la repasó en voz baja.

—Sigan caminando que un poco más allá de los invernaderos en el claro donde empieza el bambuzal está el jardín japonés.

—Tintamakanititiutautua —insisten todos casi a coro.

—¡El peyote no se toca y punto!

Nos revolcamos colina abajo hasta la ribera del minúsculo lago artificial, un criadero de goldfishes, carpas, manjuaríes y víboras mansas, especies bien camufladas entre bejucos, cables y cordones de zapatos ahogados en el fondo de concreto. En el centro del lago, en lo que parece un templo de agua, una profesora habla a sus estudiantes sobre las familias y taxones de las plantas vasculares de la flora espontánea cubana. Abel se acerca y saluda. Lo conocen en su facultad por su interés en las especies más amenazadas entre las magnolias, desde las que crecen en los bosques siempreverdes en los macizos de Guamuhaya y Nipe-Sagua-Baracoa o la Virginiana que busca la altura del mar y las ciénagas. Se acerca a la profesora y le dice algo al oído. Ella sonríe y dice que no le parece posible. Seguimos hasta el caney que está a un lado de toda la réplica japonesa. No es redondo como esperaba, es un rectángulo techado a guano del que cuelga un jardín de curujeyes. Al centro, una mesa ancha sirve en jícaras yuca con mojo de toronja salpicado de ají wau wau, quimbombó con proteína vegetal texturizada, calalú de hojas de Chaya y frutabomba, pinol muy tostado enchumbado en miel, lenguas de pulpa de tamarindo extendida con maicena, matrimonio de cremita de leche y guayaba, horchata de arroz criollo con leche de coco, fritura de malanga en almíbar de anís estrellado, crema helada de boniato, ajonjolí y limón, prú oriental con escarchita, casabe en plancha, ropa vieja de col, albóndigas de piel del plátano burro, picadillo de palma real y una gran ensalada de flores. Cúas largas hincan masas de fruto del pan que se prenden abrasadas bajo los calderos al carbón.

—Coman rápido que todo esto se marchita —sugiere un hombre desde la barra. Dentro de mí se siembra la confusión.

No alcanzo a probar la Mariposa; sus pétalos yacen moribundos en sepia entre la variedad de pétalos de híbridos almizcleños, grandifloras, floribundas, polyanthas, musgosas, perpetuas rosas y príncipes negros, todas rociadas de una vinagreta subida de ajo deshidratado. ¿Cómo se come una flor? ¿Se empieza por los estigmas, los estambres, los pétalos? Sobre el arroz blanco dejo caer una nube de pétalos y como hasta empalagarme de las rosas. Por un sistema reticular ascendente, solo veo con el corazón, solo lo que me interesa: ahora, en este momento: el efluvio oloroso de los pétalos. A la salida, un arco de buganvilleas tricolor abre paso al jardín japonés.

Un jardín japonés necesita agua, una isla de verdad, un puente a la isla, una linterna preferiblemente de piedra, una casa de té o un pabellón, unas enseñanzas, lo mínimo. Es un jardín de iniciados y debe leerse topográficamente como un archipiélago que abraza al Mar Interior de Seto, el gran vacío que se llena con objetos; objetos que son islas, islas que son rocas rodeadas de agua o no, rocas escarpadas que llegaron al mundo del jardín tal como llegaron al mundo real y hay que ubicarlas donde ellas piden. Este jardín japonés es el cosmos preñado en el vientre de un jardín corriente. En un jardín japonés caribeño, se siembra la confusión. La lengua de vaca saca la lengua al Pino Negro. El Arce llora y nadie lo escucha. La Pilea se llama Lengua de Chismosa o Lengua de Mujer. Las rocas se pulen y se rellenan sus fisuras de cemento hasta dejarlas lisas y resbalosas. La gente se sienta sobre ellas y toma infusión tibia de menta poleo bien dulce. En un quiosquito se venden estampas de San Fancón, que vino de China, para atraer prosperidad.

—Juega con esta pelota. Allí está la tinta para que escribas a Cuba a ver qué te contestan —dice Abel y me pasa un amasijo de ramas.

—Estamos en Cuba —le digo despertando con los pies sobre la tierra.

—Estamos en el jardín de los paseos, muchacha, suelta la tierra.

Yo sigo con los pies en la tierra.

—Hoy es un día para agradecer —dice Eli y suelta una humareda directo a mis ojos. —Vimos la flor. Caigo rendida sobre la gravilla, repleta de taninos y minerales florales. Veo en fotopsias a través de las arecas y el humo. Siento que comí muchas flores. Estoy asqueada. Dentro de mí se siembra la confusión.

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