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Baño novicio

Desde la orilla de la cama Fowler mi brazo se proyecta hasta tocar el cunero transparente donde él se estira neonato y feliz en bicicletas bocarriba. No puedo regresar a más allá, al antes de ahí desde el principio, cuando logro regresar al parto, siempre discrimino pasajes, detalles, trato de salvarme. La escena que raya el alba hace pensar en la luz que se filtra a través de las hojas de los árboles en un bosque.

Todo lo demás flota en la habitación inundada de aguas negras, desechos sanguinolentos postpartos ajenos, líquidos amnióticos anteriores, puntadas de hilo violeta liberadas en días sucesivos. A mis pies, envuelto en un pañuelo, todo está listo para su primer baño. Una toalla amplia que huele a sol de balcón, un paño, un jabón y un jarrito de metal en un envoltorio en tela de una cierta hermosa forma.

Un sonido de ruedas que cargan algo pesado viene del pasillo por la izquierda y se detiene en la puerta de la habitación. Primero entre el vagón rodante con varios pisos de pomos de suero llenos de agua caliente; y seguido, las tres mujeres que lo conducen atraviesan el umbral mientras secan al unísono el sudor de sus frentes en 1 de junio, todo en una caricia.

–¡Buenos días! Aquí estamos para auxiliarte con el primer baño del bebé.

¿Benedictinas, Cistercenses, Cartujas?¿Franciscanas, Dominicas, Carmelitas Descalzas, Capuchinas, Agustinas Recolectoras? ¿Del Sagrado Corazón? ¿Visitadoras,
 Trinitarias? ¿Mercedarias?

A la cuenta de tres las expertas en la caridad, a túnica remangada, voltean las aguas en la palangana. A tres voces, cada una en matiz propio dramático, ligero y con carácter, me piden que sumerja el codo en el agua, primera lección: justo ahí está ese punto de piel que calibra con perfección la tibieza del agua. Antes de comenzar el antebrazo debe mantenerse firme como apoyo para su cuerpo. Todo es resbaloso y tiemblo. Mi mano húmeda pasa sobre su frente, susurra al tacto que va a comenzar el baño, luego sobre su pecho, hombros. Caen chorritos desde los dedos en punta hacia adelante, como lluvia primicia de verano que sale de la hoja de un almendro. El agua jabonosa recorre ahora todos sus cursos nuevos hasta el remanente umbilical.

Constelaciones familiares ancestrales viven en la palma de mi mano que le baña. Sonrío imaginando cómo conectarán entre sí estas memorias estrellas de menor y mayor masa solar, de diferente radio, temperatura y luminosidad. Novas, supernovas, protoestrellas, enanas blancas y agujeros negros. En las plantas de sus pies está el jardín de órganos vitales, la punta de mi dedo se desliza despertando el suelo desde donde crecen sus riñones, su corazón, sus pulmones, su cerebro, mi amor, su amor. Sobre mi mano abierta reposan los cabellos espiralados todavía entumecidos de la sangre seca de ayer, como trazos rojos y negros de las madres primeras en las cuevas de Punta del Este. Dentro, blanda y bien resguardada flota la mente absorbente. Le hago volar tan suavemente y aterrizar sobre toalla desplegada: envuelvo, acurruco, seco, acurruco, acurruco, acurruco, acurruco. Ya va quedando menos del vérnix caseoso en su piel, ya está de a lleno en el mundo. Afuera llueve un torrencial.

Mis pies caen de la cama y se adentran en las aguas albañales, agradezco a las hermanas Mercedarias que retroceden arrastrando sus aguas hervidas, y sin darnos la espalda a mi hijo y a mí, y sin conocer de aquella pregunta que aún ronda mi cabeza, pronuncian, bendicen y anticipan sus palabras:

—Este bebé estaba en el músculo hueco y piramidal que late en tu cavidad torácica.

 

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