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Cocos llorando

»Que la muerte no me lleve de este mundo tan bonito, que no es de ella, que no es de ella, que no es de ella.»

Francis del Río

 

—¿Qué me trajiste?

—Nada, humanidad, mucha humanidad -respondía mi madre entrando a la casa del trabajo casi a la noche.

—¿Qué me trajiste?

—Nada, de verdad.

—¿Adónde fueron después de la escuela?

Mi abuela me recogía en la escuela casi siempre. De lunes a jueves recalábamos en el Metropolitan, un cine que ostentaba enchapes de vitrolite que daban cierta textura glamurosa a nuestro barrio. Pasábamos a la sala de espera detrás de la sala principal y nos sentábamos en el sofá negro que se abría como una mantarraya gigante sobre dos de las paredes, con ceniceros de mástil a cada dos metros. Allí nos esperaba su amiga Cornelia, una de las acomodadoras, que siempre nos recibía con abrazo amplio a las dos. Se sentaban a conversar un poco de todo antes de que empezara la función de la tarde mientras yo caminaba las rampas alfombradas, pasillos y escaleras. Ambas narraban sus tiempos anteriores en poesía lárica, ambos pasados candorosos, la niña y el niño que fueron, levantándolo para mí como texto troquelado de evocaciones. Mi abuela fue una niña, Cornelia fue un niño que se sentía una niña, ambas crecieron en la calle Campanario. Una tarde fue diferente. Cornelia nos recibió nerviosa y asustada. Le habían avisado de su operación, finalmente había llegado este momento que tanto había esperado. Las había escuchado conversando del tema, de la espera larga para poder hacerlo, de la felicidad que era para ella el sueño cumplido aunque fuera a esta edad, pero nunca del miedo. Ahora que por fin llegaba ese momento estaba aterrorizada y solo hablaba de una muerte por la anestesia que era siempre era posible y que estaba a punto de arrepentirse porque ya se sentía mayor. Mi abuela intentó calmarla esa tarde, y pasó las próximas semanas cuidándola mientras se recuperaba en el hospital. Más vibrante que antes Cornelia retomó su trabajo en el cine.

Abuela vestía qipaos en siete versiones con todas las posibles combinaciones entre los poliésteres, lásteres y lienzos de las mercerías nacionales. Cada qipao aludía a un estado de ánimo que aprendí a reconocer solo de ver el estampado sobre su torso: azaleas sobre fondo negro, listas verticales en colores complementarios, cegadoras ilusiones ópticas, escenas de arrecife coralino, figuras geométricas, abstractos, concretos, íremes sobre fondo blanco roto, topos blancos sobre fondo beige. Tristeza, neurosis, cansancio, felicidad momentánea, ira, irritabilidad, euforia. Un ropero ciclotímico muy austero bien proyectado y materializado por ella en su máquina de coser -en ese único diseño de mangas cortas que volaban en los hombros imbricadas al centro en un discreto cuello asiático- que bien complementaba con un creyón rojo indio y una polvera que rellenaba cada vez con el pigmento que consiguiera en las perfumerías.

Los viernes eran diferentes, nos montábamos en la guagua y nos dejábamos ir hasta ningún lugar, hasta que en un punto del camino ella decía: bajémonos aquí mismo. Podían ser 5 paradas o 30, era ella quien dibujaba las líneas de deseo de esas tardes. Ocasionalmente nos llegábamos a Regla, Casablanca, Marianao o Campanario en la Habana Vieja nuclear, donde transcurrió gran parte de su infancia y donde siempre nos recibía alguien con una mala noticia: una muerte.

—Mami murió el año pasado. Y Rita un poco después que ella. Octavio también, murió solo en su cuarto, lo encontraron días después.

— En paz descansen -pronunciaba varias veces lo que duraba la visita mientras devoraba una caja de cigarros y café con los amigos que le iban quedando o con los hijos de estos. —Que vuele alto. La conversación cogía otros rumbos y se enderezaba en frases de duelo.  —En la gloria esté.

— Si yo me muero yo me levanto -dije algunas veces y siempre me pasaron la mano por la cabeza y entonces llegaba el momento de despedirnos.

—¿Estás triste, abue?

—La procesión va por dentro mi niña. Esa es la ley de la vida: morir.

—¿Y tú le tienes miedo a morir?

—Yo no quiero morir, claro que tengo miedo, yo quisiera ser inmortal, pero si muero que sea en mi tiempo, la muerte de una mujer vieja, una muerte lógica y natural, antes que la tuya y la de tu madre. La muerte debe cumplir un orden para que sea mejor asimilada. Debiera ser así, por orden de llegada. Así entonces yo puedo esperarlas allí.

—¿Dónde?

—No lo sé, solo sé que es un allí.

Me angustiaba inmensamente perder a mi abuela, a mi madre, a todos, y me angustiaba más cuando ella aseveraba que nos íbamos a encontrar más adelante, que era solo cuestión de tiempo, cada quien tenía su propia finitud delimitada. Un tiempo logré desviar el pensamiento hacia la idea de que cualquiera podría levantarse de la muerte. La muerte era entonces para mí la rendición. Te rindes, te mueres. Luego cuando me percaté que era en vano me perdía pensando mi propio velorio, un ritual de mucho dolor donde mucha gente lloraba sobre mi ataúd, el de una niña o una joven, una muerte a destiempo. Mi abuela trató de aclararme todo tipo de dudas sobre la mortalidad, entre la biología y lo místico, logrando una amalgama que nos diera a ambas un descanso del tema hasta que volvía a aparecer.

Hablaba de la sobrina de mi abuelo, en su fiesta de quince años se le prendió fuego al vestido de la muñequita del cake y tuvo muerte cardíaca súbita 3 semanas después. O de su propia hermana que había muerto a los 12 años a causa de una hemorragia en una cirugía por apendicitis en los años 40. En esos años la gente a mi alrededor moría en bicicleta. Los amigos de mis padres morían en bicicleta. La mamá de Daniel, la tía de Yilian, mi amigo Mario, Hermes, Mijaíl, Lourdes, Calderón. Todas las familias teníamos un miembro que moría en bicicleta.

Este anecdotario salía a la superficie cuando nos íbamos a ver a «la momia». Allí estaba, en su urna, en la iglesia de Las Mercedes, donde una hermana de guardia nos abría el portón y nos hacía pasar adentro. Nos parábamos frente a la niña en porcelana tendida sobre un diván, su cabellera real y ojos de vidrio. Flora, mozárabe nacida de madre cristiana y padre musulmán en la España del siglo IX en un hogar de tronco musulmán, fue cultivada por su madre en la fé cristiana, lo que su padre tomó como una traición severa. Trás la muerte de su padre, Flora fue perseguida y torturada por renegar de la religión de su padre. El hermano mayor de Flora obligó a las hermanas a tomar el camino religioso paterno y esta se rebeló, se negó y escapó. Flora encontró refugio en una iglesia en Jaén, hasta una mañana en que, para sorpresa de todos quienes la amaron, cansada de vivir escondida, se entregó. Fue decapitada y su cuerpo fue expuesto como escarmiento en las calles de Córdoba y luego lanzado a las aguas dulces del Guadalquivir. Su cabeza fue sepultada en la iglesia que fue su escondite. Cada vez la hermana de guardia volvía contarnos su historia, siempre con nuevos detalles y no pocas veces cambiando el rumbo. A veces era su madre musulmana y su padre cristiano, moría ella y no él, y no era el hermano mayor quien la perseguía, sino un amor de adolescencia, celoso y violento de que Flora escapara con una amiga. Parte de sus restos llegaron a la Habana y según las hermanas de Las Mercedes estaban al interior de la escultura o sepultados en el sótano del convento, a veces era sangre y cabello, o solo un hueso, las uñas; según la narradora de guardia.

Una noche al salir de la iglesia, doblando la calle Cuba, encontramos un sobre cerrado sin remitente que revolvió mi curiosidad, con el sello postal de un cocotero, y un destinatario sin nombre específico: «Para ti que me encontraste». El sobre estaba abierto, y en él dos páginas extensas se dirigían al lector con una cierta dulzura sobre el verdadero sentido de la vida, el amor, la salud, la prosperidad, y la posibilidad que ofrecía el encuentro de esta misiva: vivir muchos años felices junto a tus seres amados y protegerlos de todo mal. Fui leyendo la carta todo el trayecto hasta la parada, debajo de cada farol en cada esquina hasta llegar a la orden fría y puntual sin vuelta atrás: Harás 21 copias de esta carta y la entregarás a 21 personas. De no ser así toda tu familia morirá; todos tus seres queridos caerán como moscas uno detrás de otro en las próximas 3 semanas. Para mí fue esa imagen de las moscas muertas al sol en verano la gran amenaza de muerte, una amenaza al orden lógico de la muerte que mi abuela pedía siempre, una muerte grupal que especificaba no me incluiría a mí, que quedaría viva y sola para sufrir mi irresponsabilidad de no cumplir con la orden que se me daba. Mi abuela trató de convencerme de lo falso del documento, que era una especie de juego macabro para asustarme y hacerme perder mi tiempo, pero fue en vano. A la mañana siguiente comencé  mis transcripciones fijándome en cada punto y en cada coma, hasta terminar mi acometido. Abuela murió longeva, primero que todos.

 

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