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Misterios Eleusinos

El sufrimiento de la madre distribuidora y portadora de las estaciones, trajo el invierno a la Tierra. Démeter, condenada por Hades a padecer la separación obligatoria de su hija Perséfone, desató lágrimas de granizo y convirtieron la Nebulosa de Boomerang como el sitio más frío de la Tierra. En esta isla las lágrimas son inversamente proporcionales a las bajas temperaturas. Se llora mucho y hace mucho calor.

¿Qué madre habrá derramado sus lágrimas también en Saturno? En esta tierra sobre la línea ecuatorial, Bainoa es nuestro lugar más frío, con un récord registrado en 1996, de 0.8 grados Celsius, donde las lágrimas son inversamente proporcionales al frío. En el poblado de El Cristo en Santiago de Cuba una vez llovió granizo en abril.

En nuestras discusiones intrafamiliares se disputaba el frío lejano, récords de temperatura entre Vladivostok y Nueva York, la guerra fría le llamaba mi padre a este enfrentamiento que empezaba con el clima y terminaba por destapar fístulas dolorosas. Mis tíos decían que cuando el frío calaba filoso, Vodka, Borsh, y orejas de oso. Mi abuela decía que en Nueva York el frío no calaba, el frío se instalaba, y había que ofrecerle chocolate caliente, esponjoso bagel, misa góspel dominical, café en un café con encanto como un pollito recién nacido bajo tibia luz amarilla. Unos eran mis ti1os a los 19 años en Vladivostok, la otra era mi abuela de 24 años agasajada por una tía caminando Central Park por primera y única vez en su vida en 1946.

Los unos guardaban entizados en nylons: colchas, frazadas, cuellos polares, prendas hidrófobas, térmicos, ruidosas centelleantes cargas de estática que atraían el polvo, vellón. Ella atesoraba una piel de visón entre dos batas de casa y el ajuar precario y útil que la sobrevivió.

–¡Ácaros! –decía mi abuela –esos abrigos que jamás volverán a usar.

–¡Ilusa! –decía mi tía viendo despedazarse la piel bajo el sopor del mediodía.

Cada quien mantenía su preciada colección invernal haciendo trabajo de campo de cuando en cuando. El acto de desempacar los abrigos moscovitas despertaba los bronquios aletargados con sus respectivas sensibilidades, agüita por la nariz, ojos rojos, asma, dispersas esferitas lanudas rodantes que se prendían a cualquier cosa y rodaban calle abajo. Las piezas transiberianas se exorcizaban a batazos de madera a diez manos de primos.

Con la piel era diferente, requería otros acicalamientos específicos desglosados en una leyenda inexplicable que no estaba pensada para lograr sobrevivir en un escaparate tropical. Resucitaba una vez al mes bajo soplos de alcanfor, talco Bebito, un poco de vetiver, el ventilador fijo, bicarbonato de sodio y arroz salpicado por las manos finas y largas de mi abuela. Después había que peinarla, orearla, despojarla, nutrirla de vitamina D en la tendedera antes de las 10:00 am, acariciarla, hablarle y colgarla de regreso a su perchero, aliviada su ictericia, para intentar retrasar su inminente segundo deceso.

A la edad de 11 años enfrenté por primera vez el subestimado invierno isleño sola, sin el colecho de los frentes fríos entre mi madre, mi padre y mi hermana. La ventisca sostenida de un temporal con nombre de mujer impactó sobre mi huesuda complexión encorsetada en abrigo de cuatro tallas menos, de espaldas a alimentos propicios en cualquier estación, separada de la calefacción familiar. Aquí no cala ni se instala, aquí penetra, y fácil. Ese enero el espíritu gélido penetró cada ventana raída, dintel flojo, tabla confiada, teja temblorosa, yagüa, grieta, fisura, rajadura; enfrió cada hierro, viga, verja, andamio, candado, cabilla, clavo; despegó cada junta, masilla; congeló cada bache, mesa, adobe, rosetón, puerta arrugada; ralentizó ascensores y carretas; sobrecargó cada apuntalamiento; rajó cristales a un tajo, dolió en dientes y muelas, tibias, caderas, sienes. Margaret desolló nuestros cueros cansados malacostumbrados a una sola franja climática, heló las lágrimas que, como Deméter, estaban derramando nuestras madres y nuestros padres, y todos los nuestros juntos.

En el campamento agrícola Nueva Europa, en Alquízar, una tisana de hierbas caprichosas aledañas al campamento, endulzada hasta lo viscoso, fue lo único que alivió a 300 niños tullidos de frío, de los que se esperaba trabajaran y produjeran algo con solo 12 años de edad. En una visita no permitida mi abuela llegó sobre la cama de un camión corriendo a socorrerme con los restos de su visón cuando en portada de prensa anunciado leyó «Frente frío Margaret azota a Occidente”. Abrazada al animal dormí las noches restantes en lo que Margaret entró, se estacionó y luego salió rumbo al Golfo de México.

En uno de los golpes más bajos del calor y del gobierno mi abuela guardó, paranoica y aterrorizada, los resto de la piel en el congelador. Ibas por un durofrío y allí estaba la bola de pelos en tonos caramelos escarchada en una jabita, la piel que una vez en vida corrió libre los márgenes de los ríos en las grandes llanuras del hemisferio boreal. La piel -cazada, remojada, piquelada, curtida- que abrigó su piel -luego cazada, remojada, piquelada, curtida- cuando ella una vez sintió furibunda libertad.

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