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Lo que el agua me dio.

Repito el rito: entro, paso el pestillo, me siento sobre la tapa de la taza del baño en el baño más pequeño del mundo, abro el espejo del botiquín, tomo un selfie. ¿Qué puede estar haciendo mi madre ahora? ¿Y mi hermana? ¿Qué podríamos estar haciendo juntas? Es la hora del baño para las tres. La hora en que las tres pensamos en las tres. Acepto la tormenta que trae el día para acercarme más y más a la calma del agua que me espera y cae cúbica sobre mí. Intento no acelerar nada en el fluir que fortalece lo esencial de una determinada naturaleza que abre luminosa en su propia primavera. Emergiendo de entre sus cortinas siento que puedo equivocarme, profundamente, como sea, es una libertad equivocarme y mezclar las cosas.

Siempre mezclo las cosas, los campos, los saberes, las artes, las vidas, los momentos pequeños y los más grandes, los rituales, las nociones, las formas, las miradas, las maneras, las certezas vivas y las certezas muertas, las capas de las tristezas. Mezclo a la Xana con la Atabey, y a la Atabey con la Mami Wata, dormidas en el fondo de sedimentos ocres de la laguna de Hoyuelos, las tres juntas como un monstruo capaz de asustar a cualquiera que se asome a ver su reflejo. Otras veces atravieso el agua como Marguerite Duras atravesara hace décadas el gran Mekong al encuentro de su amante. Su mirada se tropieza con la mirada de un lobo que viaja en un carro de lujo sobre el mismo barco, que va sobre el mismo río, parteaguas de la cosecha de lirios y de su propia historia. “Ese día debo llevar el famoso par de tacones de lamé dorado (…) No son los zapatos la causa de que ese día haya algo insólito, inaudito, en la vestimenta de la pequeña. Lo que ocurre ese día es que la pequeña se toca la cabeza y lleva un sombrero de hombre”. Las cosechadoras atónitas quedan atrapadas por sí mismas dentro de los círculos de las flores de lomos tristes sobre el agua miel. Cuando el barco pasa y vuelve a pasar llevando un amante a la rivera del otro, se paraliza la cosecha, el río ralentiza su andar y se transparenta. Aunque esta no es una historia de amor, y otra vez mezclo las cosas.

Mami Wata no es una sirena, no canta para atraer a nadie repartiendo infortunio. Atabey y Xana no son tales brujas que te obligan a mojarte. Son todas mujeres de agua, nadadoras que atraviesan océanos y aguas dulces, fronteras, hacia múltiples orillas y profundidades, hacia el deseo, hacia el amor, mientras nos bañamos para presentarnos limpios a sus altares de frutas, conchas, porcelanas, espejos y peines, dejando la fragancia de dos suspendida sobre sus predios espirituales, como una nube sobre la ducha. 

Una mujer prerrafaelita sabe como morir en un río, rodeada de malvas, cabellos sueltos, mirada allá, gasas que la envuelven y ondean sobre olas almibaradas; para  ser rematada por una bala enferma que la inmortaliza mojada, zambullida medio día en una tina posando su primera muerte o parada inmóvil bajo la ducha.

Hay ríos, cascadas y saltos de agua que, dentro del mar, corren densas en acto de fé; aguas hipersaladas que por más que avancen y se encaucen no van a desembocar nunca. Procesos que solo llegan a otros procesos, y siguen viaje como agua dentro de otras masas de agua, y dentro de otras masas de agua, deseos que vivieron fugaces en el ciberespacio, sin llegar a ser delta o estuario, solo rías intramarinas que suben y bajan serpenteando la indomable pleamar. La bilis negra busca en mí una manera de salir al pozo bajo la ducha. Somos repositorios de olor, textura, luz, sonido vocal y consonante; repositorios de inhalaciones, de temblor y pulso. Repositorios de jugos y aguas que estallarán de una vez y para siempre rompiendo nuestra piel tatuada de animal, de bosque, de sombras, en la explosión final de nuestro rostro frente al cristal que nos espera. ¿Cómo se activa tu herida?

 

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