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Ya sé leer

Aprendimos a leer. Aprendimos a escribir y a decodificar palabras normales, palabras generadoras, también traicioneras y plenas, indefinidas, negativas. Tuve a disposición una triangulación de bibliotecas: la de mis padres, la de la escuela y la de Zeida. Ácido, dulce, vegetal. Aprendí que cada biblioteca era un territorio, un monte con vapores ácidos y dulces de hierbas y palos. Aprendí a determinar esos territorios odoríficamente, determinar la concentración de estos detrás de sus narraciones y distinguirlos entre otros olores ambientales y olores de otras bibliotecas, como la de la escuela.

Los libros de la escuela no olían, eran muy jóvenes todavía, libros de texto y algunos otros nacionales o publicaciones soviéticas. La biblioteca de mis padres estaba atiborrada de libros de Historia, guías de estudio de la carrera, obras completas e intercalados nuestros libros.

La biblioteca de Zeida era entonces un terreno libre y poroso, envolvente en fragancias de vainilla y hierbas, donde sobrevivían gracias a sus cuidados, hermosos libros muy viejos. Los sábados Zeida me esperaba en su casa para escribir. Mientras ella escogía el arroz y preparaba el almuerzo, me hacía sentar en la mesa de la cocina y me brindaba un vaso de agua y un pan, a veces un arroz con leche. Para llegar a su cocina atravesábamos el pasillo cubierto del gran bosque de estanterías de libros. La casa de tres cuartos, tenía otros dos repletos también de árboles. En uno dormían ella y su esposo Lázaro, que era médico. En el otro, dormía Julio, el hermano de Lázaro, un hombre solitario y muy culto, que parecía un dibujo de trazos largos. Siempre de pasada por el pasillo la puerta entreabierta dejaba ver a Julio dormido en su canapé, pequeño dentro del montón de libros, con un libro abierto sobre su pecho. Al rato salía del cuarto, saludaba y comentaba en una oración un libro que Zeida me prestaba. Sobre la mesa, la hoja en blanco por una cara, dejaba ver al reverso palabras de otro orden: extirpación, quiste, mioma, histerectomía, supracervical, ovárico, adherencias, extracción, endometrial, fibroma, test de Apgar, hora de nacimiento, hora de muerte. Zeida me alentaba a escribir lo primero que pasara por mi cabeza, ejercicio al que tardé en acostumbrarme, escribir sin pie forzado, sin título, en puro estado de tema libre. Esas palabras de las páginas a reutilizar de Zeida, se mezclaron en mi imaginario con las palabras musicales de mi padre: titingó, cotunto, tinguilillo, equelekuá. Se mezclaron con palabras rioplatenses: yacaré, iguazú, coatí, anaconda, gama, tatú, surubí, ñandú. También con palabras oscuras y tristes: fusil, guerra, sangre derramada, luto, patria o muerte, destierro.

Las palabras son dispositivos dijo Julio una vez  las palabras no envuelven el pensamiento, son el pensamiento.

Mi padre iba a recogerme y entonces los adultos se sentaban a conversar, tomaban café, intercambiaban libros. Unas veces en sus carátulas originales, y otras forrados con papel periódico o papel regalo gastado para recorrer el camino de una casa a la otra; como Rebelión en la granja, que me fue presentado como un libro que denunciaba el maltrato animal. Luego los veía en la estantería de Zeida o de Julio, o en mi propia casa, desnudos. Mi padre me dijo que algunos libros laman tanto pero tanto la atención que hay que vestirlos para no provocar un escándalo.

Esa tarde cuando llegó Lázaro le dijo a mi padre que tenían algo muy delicado que contarle. Delicado, recuerdo haber pensado inmediatamente en algo suave y tierno, como la plántula de frijol germinado que tenía en casa. En cuanto entró Julio por la puerta se sentaron todos juntos en la sala y Julio le dijo que lo habían mandado a verificarlo. Sin más, fue a su cuarto y trajo una hoja con la narración: el compañero es un trabajador integrado, padre de familia que vive junto a su esposa y sus dos hijas. la narración describía otros aspectos de mi padre de como vivíamos. Mi padre se levantó y salió al portal de la casa, iracundo como pocas veces lo vi.

—Esta gente está enferma o es gente muy mala. ¿Qué se supone que debo hacer mi hermano: agradecerte por hablar bien de mí?

—No —contestó Julio tembloroso. Soy tu amigo, te conozco de toda la vida, nos criamos juntos en esta cuadra, crecimos juntos, nuestra madres fueron amigas, hermanas. Si te lo digo es para que estés atento y sepas que tienes ojos sobre ti.

Las verificaciones no venían de la nada, eran información anticipada que proporcionaba un vigilante x y debía ser confirmada o refutada por el verificador. Julio no trabajaba en el mismo lugar que mi padre, por lo que él mismo no entendía como era posible que le pidieran eso, y lo adjudicaba a la red del gobierno que tenía todo bien conectado desde abajo. Julio no sabía quien lo vigilaba a él pero esto no le importaba en lo más mínimo, aunque repetía que estaba consciente del poder de las palabras, y esto se lo decía a mi padre para darle alivio. Zeida y Lázaro confesaron que vivían aterrorizados sin saber quién los vigilaba o verificaba a ellos. 

Esa noche, de camino a la casa, le quité el vestido a un libro cuyo título anunciaba el año en que cumplí 4 años, cuando todavía no sabía leer.

    

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