Gracias a un libro de la biblioteca de mis padres que presentaba la estructura y topografía del cuerpo humano por un sistema gráfico y moderno que simplifica lo difícil, me concentré en la búsqueda de lo difícil. El libro de anatomía era bastante explícito y al natural, en frescos que introdujeron otro imaginario a la teoría sexual en clave Morse que teníamos en las aulas. Punto, punto, punto, raya, espacio, punto, punto, raya, punto, raya, punto, punto, espacio, punto, punto, punto, raya, espacio, punto, raya. Punto, raya, raya, punto, espacio, punto, espacio, raya, punto, espacio, punto. Recibíamos el mensaje y lo ejecutábamos en cecografía de norte a sur, de este a oeste, a cuerpo completo, desafiando las distorsiones estatales.
En Primaria la profe de Ciencias dibujó en pizarra una mujer. No tenía manos ni pies, ni ojos ni boca, no tenía nariz, solo una cabeza de cabellera lacia y un útero con trompas como cuernos en la cabeza de un chivo, pero la señaló mujer. Sacó flechas hacia afuera y escribió vulva, y escribió Monte de Venus, vagina, útero, trompas, ovarios. Al final mencionó clítoris pero solo entendimos “ítoris” porque lo dijo con desgano y jamás lo repitió.
La escuela solo contaba con un torso masculino, tridimensional, muy bien acabado y abierto en un tajo que dejaba ver el pene como un gran arcoiris. Testículos violetas, epidídimo azul, conducto deferente amarillo, glande rojo, verdes vesículas seminales y próstata naranja.
Ya en Secundaria, la profe Mirtha profundizó y dijo que las trompas eran del grosor del hueco de una aguja con vellos remeros que empujaban los óvulos al útero, que los ovarios eran frutas y también las frutas eran ovarios. Si el óvulo era fecundado se dividía en dos células y luego en cuatro, y era primero mórula y luego blastocito.
—El embrión se ancla al mar del endometrio -dijo una vez. Y esto nunca lo olvidé. Y esto me lo llevé siempre al mar. Y siempre me gustó decirlo mientras me fajaba con la roca para salir del mar y el mar me halaba o cuando me sujetaba a la roca para no salir y el mar me empujaba afuera.
Por primera vez en noveno grado tuvimos ambos torsos, tridimensionales, con sendos tajos que dejaban ver el mundo bajo la piel a todo color. El torso femenino se hizo grávido, por una cuestión práctica, se trataban dos temas de un tiro, cuando realmente debieron haber tres torsos. La pieza femenina rotaba por otras secundarias del municipio. Entonces pasábamos parte del curso trabajando sobre la pieza masculina.
A veces mis padres cocinaban juntos y yo estudiaba sus torsos. Me encantaba verlos en esa sincronía espontánea. Mientras ella deshojaba las mazorcas, él las despojaba de las pelusas. Mientras ella las lavaba él las desgranaba con un cuchillo. Ella molía los granos, él trituraba ajo, cortaba cebolla y ají y un pedacito de carne de puerco. Ella hacía un sofrito, él colaba bien fino lo que se había molido. Él vertía la mezcla dorada sobre el sofrito y se caramelizaba. Juntos ponían los bocados dosificados sobre las hojas limpias, las amarraban y se cocían por un buen rato. Mientras ellos cocinaban, yo, con gran interés y mucho candor, leía los mensajes -diluidos y violados por las traducciones del régimen- de Heinrich Brückner en las páginas adulteradas de ¿Piensas ya en el amor?